domingo, 21 de septiembre de 2008

Apercat Gutierrez- Entrega veintiocho

La otra tarde me cambiaba para salir, me estaba poniendo las medias, me dio una puntada en la espalda y quedé duro. El cuerpo ya me empieza a pasar facturas. Es increíble como pasa el tiempo. Hasta hace poco yo era un toro salvaje y ahora resulta que ya me tengo que estar cuidando de hacer algunas cosas. Los achaques de la edad: migrañas por la mañana, dolor de huesos en las manos, los meniscos jodidos.
También un poco lo empecé a notar con las minas. Ya no soy el que era. Ahora un polvo, a lo sumo dos, y ya me quiero dormir. Los años me empiezan a pesar. Cambio experiencia por vitalidad. La experticia y el conocimiento son algo que también se valúa en el mercado de la seguridad. No sólo se necesitan fuerzas de choque, carne de cañón. También se emplean cabezas pensantes que sepan cómo administrar la violencia. En eso estamos. Me he sabido mover. He tenido siempre buenos trabajos. Hace un tiempo estaba en la mala, pero han ido apareciendo cosas que pueden resultar interesantes. No me quejo. Las relaciones establecen un flujo de posibilidades, sólo hay que estar atento y saber elegir.
Nunca gusté de las cabalas, no creo en la suerte, sólo en la acción, y en la planificación. Pero bien sé que no hay planes seguros. Las cosas a veces pueden salir para la mierda. Por eso hay que saber adaptarse a lo que venga. Se trata de permanecer con vida. La verdadera suerte está en mi ancho de hombros. Eso siempre me ha ayudado a sobrevivir al trabajo, que es lo fundamental.
Todos los días estoy metido en situaciones límites en dónde un pequeño error puede desbaratar la propia vida.
Empecé de muy pendejo en esto, casi al toque que me bajé del ring. El boxeo me ordenó las emociones. Hizo que supiera medir mis fuerzas y controlar mis movimientos, mis acciones. Supe manejar las energías para no llegar cansado al final de los rounds. Eso me lo enseñó mi tío una noche, viendo una pelea de Monzón. Me mostró la táctica que usaba él. Cansaba a sus oponentes, les castigaba los brazos para que se cansaran. Ganaba por agotamiento. Era un tipo inteligente, que sabía administrar tanto su fuerza como su destreza.
En esta vida que llevo no hay nada seguro. Mañana mismo puede ser que muera. Así vivo, así me tengo que tomar la vida. Tantas veces creí tener al rival en el bolsillo, y terminaba con la trompa hinchada y con el culo en la lona. Es absolutamente necesario saber cuándo replegarse. No sólo hay que aprender a caminar hacia delante, sino también hay que saber recular, y tirar manos en retroceso. La insistencia lo es todo, pero siempre dentro de los límites estipulados. Si se está perdiendo en las tarjetas, hay que cambiar de táctica y salir a buscar la palea, pero con solvencia y tranquilidad. La desesperación es lo peor que le puede pasar a un peleador. Siempre hay que mantener la calma. Sino se está frito. He perdido peleas de manera inexplicable. Porque las creía ganadas de antemano. A veces hay movimientos fortuitos, golpes certeros que dan con el derribo tan esperado. Pero no siempre es así. Generalmente hay que dar y dar y dar, mantenerse entero hasta el final. Lo insólito de todo esto es que existe la técnica, el entrenamiento, pero también el culo. Tirar una mano y embocarla de ojete. Contra eso no hay con qué darle. Pero no siempre pasa. Es mejor ser bueno en lo que uno hace. Entrenar y estar siempre aprendiendo algo nuevo. Yo he aprendido mucho de la observación, que es un gran recurso. Me muevo mucho entre tipos bravos. Bien plantados.
Espero no terminar en una garita, todo el día sentado, escuchando radio, verde de tanto mate. La vida del de seguridad es bastante aburrida. Somos como una sombra detrás de los que pagan para que se los proteja. En verdad los protegidos se deben sentir menos hombres, por tener que pagar para que se los proteja. ¿Pero me siento menos hombre cuando le pago al médico o al abogado para que hagan algo que yo por las mías no puedo hacer? No puedo explicarlo, pero no es lo mismo. Un hombre que no puede protegerse a sí mismo, y que no puede proteger a su familia, no es un hombre. Eso es lo que yo creo. Ellos pagan y se los protege. Desde atrás, sin mirarlos a los ojos, sin hablarles. La servidumbre de la seguridad. Es una de las primeras cosas que hay que aprender para trabajar como fuerza de seguridad. Uno debe no sólo desaparecer, tiene que no existir, salvo cuando las papas queman.
Cuando alguien contrata seguridad pretende no tener ningún tipo de problemas.
En algunos lugares al personal de seguridad se le prohíbe hablar con la gente, alternar con los demás empleados. Eso hace que se tenga mucho tiempo para pensar. El personal de seguridad tiene que aprender a desconfiar de todo el mundo. Ese es el trabajo: no confiar en nadie, potenciar a todo el mundo como una posible amenaza y estar dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de proteger a los que pagan. La versión extrema son los granaderos. Firmes, inconmovibles. Yo de todos modos no gusto de lo marcial. Los militares son un poco payasos. Sus floreos de ganso, su prejuicio almidonado tienen muy poco que ver con la gente como yo.
Estoy un poco deprimido últimamente. Hace como una semana volví de un viaje. Torrencio me había mandado para que le llevara un auto a un tipo de Azul. Yo sabía perfectamente que el auto no era lo único que tenía que darle al tipo. Algo habían metido en el auto. Nunca pregunto demasiado. Mejor no saber. Aproveché el viaje para ver a un viejo amigo que está en la penitenciaría de Azul. Papito Zumeta. Hacía varios años que no lo veía. Antes solíamos cartearnos, pero yo dejé de contestarle y me sentía en falta. Compré unos cartones de cigarrillos, y le llevaba algo de ropa. Seguro que le haría falta. Papito era un walter de una plasticidad envidiable. Yo lo había descubierto en unos matchs que había ido a ver a Azul. En esa época estaba intentando promocionarme como representante de boxeadores. Papito era bueno. Pero se cagó la vida y medio que un poco también me la cagó a mí. Lo tenía colocado en un gimnasio de la capital, y ya le había arreglado una pelea para lanzarlo como profesional. Esa noche que lo vi pelear en Azul fue estupenda. Yo estaba empezando a viajar a las peleas en los clubes de provincia, para ver si encontraba pibes con futuro. Tenía muy buena técnica, algo muy difícil de encontrar en púgiles todavía verdes. Peleaba reconcentrado, metido en la pelea, sabiendo lo que hacía. Tenía buenas aptitudes, buen juego de piernas. Excelentes combinaciones de golpes. Era un boxeador con rodaje, con claridad y estilo propio. Una verdadera promesa. Yo me salía de la vaina por charlar con él. El otro tampoco era un paquete. Los dos dieron un buen espectáculo, pero Papito sobresalía. Sabía resolver en corta distancia. Tiraba golpes curvos muy duros que estrellaban en la cara del otro. Era meticuloso. Lo trabajaba tranquilo, sin desesperarse. Era paciente. En el cuarto round, lo agarró en seco y lo hizo tocar lona de un planazo en la mandíbula. Los dos pendejos destilaban adrenalina pura. Se trabaron en un mano a mano, pumba y pumba, meta y meta, y el otro volvió a caer. Cuando se paró, después de la cuenta a ocho, lo marcó con la izquierda durante lo que quedaba del round. En el quinto Papito se arrebató y casi pierde la pelea. Cerca del final del round, el otro le calzó un gancho al hígado que por poco lo deja fuera de combate. Lo salvó la campana. Si se lo trabajaba bien, si se le impartía disciplina y técnica, podía llegar a campeón. Tenía velocidad y certeza, casi no marró ningún golpe. Calculaba cada mano que tiraba. El otro no era malo, pero Papito tomó el protagonismo durante toda la pelea. Ya estaba listo para pasar al plano rentado y yo me iba a encargar de que así fuera. Muchos pibes descollan en la calle, pero en el gimnasio no tienen disciplina y eso se nota en el ring, y en los resultados. Pero Papito era distinto. Se lo podía sacar bueno. Pero tenía problemas economicos, una mujer y dos hijos. Muchos de estos pibes son ansiosos, están desesperados por la guita y no saben esperar, se arrebatan. Esa ansiedad les impide usar la cabeza. El pelotudo cayó en cana por robar un auto al mes de que yo lo conociera. Ya tenía todo arreglado. Iba a esperar un par de peleas y trataría de hacerle firmar contrato con Torrencio. Yo sería su representante. Me cagó el estofado. Después de eso un poco me desanimé y empecé a agarra los laburos que Torrencio me tiraba. Y acá estoy.


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