miércoles, 24 de septiembre de 2008

Apercat Gutierrez- Entrega treinta

Cuantas cosas caben en un día. Tanto tiempo esperando dentro de un auto, al costado de una puerta, chupando frío sentado en bancos duros, rodeado de tipos con la mirada muerta. Yo ahora mismo podría estar en otro lado, con una mujer al lado, con un par de pendejos para criar, y sin embargo estoy mas solo que la mierda, desconfiando de todos, fingiendo una paz que no siento. Mi tranquilidad está hecha de nervios mordidos. Me despierto por las mañanas con la boca llena de arena. Algún día se me va a salir la chaveta y no sé que podría pasar. Ni yo sé de las cosas que soy capaz.
Ayer me pasó algo curioso, que me hizo pensar. Iba por Belgrano con uno de los autos de Torrencio, me comí la frenada del de adelante y lo toqué. No le rompí mucho, la óptica y le abollé un poco el paragolpes de plástico. El chabón de adelante, un tipo de un metro setenta y cinco mas o menos, macizo, pero no muy corpulento, sé bajó haciendo ademanes, puteándome a los gritos. Yo ya había manoteado la cartera con los documentos del auto, pero me molestó el comportamiento. No me bajé del auto y lo dejé venir. Caminaba por el medio de la calle, haciendo un escándalo bárbaro. Se me plató delante de la puerta y me puteó de arriba abajo. Que cómo mierda no lo había visto, que él había frenado a tiempo para que viera el stop. Le dije que venía distraído, que buscara los papeles y que se arreglaran los seguros. Que quién era yo para decirle lo qué hacer, que por qué no cerraba la jeta, que me bajara si era tan macho. Y bueno. Abrí la puerta de golpe y se la día en la rodilla. Pegó un grito y cayó sentado de culo. Volví a cerrar la puerta. Se paró y se me vino encima, abrí la puerta de nuevo y se la volví a dar en la rodilla. Cuando se levantó otra vez, era una sola puteada, que me iba a matar, bla bla bla, perro que ladra no muerde. Cuando lo tuve relativamente cerca le agarre una muñeca y lo traje contra mí. Se pegó la cara contra el techo, y le metí medio cuerpo dentro del auto. Le puse dos saques cortitos en la nariz, y lo dejé caer otra vez sobre sí mismo. Anoté la patente de su auto y seguí marcha. Lo que me rompe soberanamente las pelotas es que tipos que no se la bancan se hagan los gallitos sin medir a su oponente. Siempre es absolutamente necesario saber con qué bueyes se ara. El que no se la banca, no tiene que plantarse ante nadie, es una pérdida de tiempo, y también de dientes. Lo del auto se lo dejé a Torrencio para que se encargara. Tiene buenos seguros como para que esas cosas le preocupen a un tipo de su poder adquisitivo.
Un peleador no es nada sin la observación. Hay que saber mirar, retener los movimientos corporales, la caladura de las miradas. Eso es elemental. En la mirada se pueden leer actitudes. Los ojos lo dicen todo a la hora de accionar. Tantas veces me he comido los mocos cuando me di cuenta de la seguridad del de enfrente. Cuando los boxeadores se ponen frente a frente para escuchar las advertencias del réferi, ahí, en ese preciso momento, se dirime parte de la pelea. Me acuerdo de Tyson, esa mirada de animal furioso. Más de uno habrá querido bajarse del ring.
No soy de arrugar, generalmente me mando igual, es parte de mi trabajo, llevar las cosas hasta donde tengan que ir. Pero muchas veces me han parado el carro. Recuerdo una noche que salí con una minita de las que exhiben los números del round. Hacía una semana que había ganado una pelea que me posicionaba como candidato para retar al campeón. La mina estaba re buena, y no era ninguna estúpida, como generalmente se piensa de esas chicas. Tenía tan buena charla como buen culo. Todavía no había pasado nada, era la primera salida. En verdad me había llamado por teléfono dos días antes para invitarme a la fiesta de cumpleaños de una amiga, una vedete en ascenso que salía con uno de los guardaespaldas de Torrencio. Yo ya estaba invitado a esa fiesta pero me encantó que me llamara.
Antes fuimos a un bar de Almagro, a tomar una cerveza y charlar un poco. Salimos del bar camino a la fiesta que quedaba a unas cuadras, y vimos a una pareja que estaba discutiendo. El tipo era flaco pero alto y discutía con violencia. La mina parecía asustada. Cuando pasamos a su lado, la estaba zamarreando. Yo me paré en seco y le clavé los ojos. Me preguntó qué miraba. Le contesté que estaba mirando nada más. Hablaba raro, parecía extranjero, polaco, alemán, o algo así. Dimos media vuelta y seguimos caminando. Cuando quise volver a mirar ya estaba encima y me metió un empujón. Me armé y miré unas sillas que había en la puerta de un barcito que yo no había visto hasta ese momento. En esos segundos de análisis posteriores al empujón salieron dos o tres cosos del bar. Uno chiquito, y robusto, me puso la mano en el hombro y me dijo que me quedara tranquilo, que estaba todo bien. También tenía un acento raro. Su forma de mirar me intimidó de una manera extraña. La mina que estaba con el alto que me había empujado ni se mosqueó a todo esto. No aprovechó para irse ni nada, siguió al lado del tipo. Yo me quedé en el molde gelatina, casé a mi mina del brazo y nos fuimos rumbo a la fiesta. Yo en esa época era muy orgulloso. Tranquilamente me habría enfrentado a dos o tres si cuadraba, pero ese petizo me dio miedo. La seguridad en uno mismo lo es todo. Pero siempre y cuando uno sea consciente de los propios límites, sino es una estupidez. En la esquina me enteré por el cana que había visto toda la secuencia, que entre los muchachos del bar había dos o tres campeones panamericanos de Muay thai. Era un bar ruso. Ellos también eran rusos, y todos los fines de semana se chupaban hasta la manija y después buscaban pelea con cualquiera. Era una manera de entrenarse que tenían. Eso me lo dijo el policía, que siempre charlaba con el dueño del bar, un tal Brunof, o algo parecido. Me había salvado de una paliza asegurada.
Esa noche quedé bastante molesto. Uno en este ambiente tiene que mostrarse como el más temerario, las peleas se ganan arriba del ring, eso es verdad, pero comienzan abajo, en los gimnasios, en los trascendidos. Está lleno de correveidiles que trafican información. Siempre se aparece alguno por los gimnasios, toman nota del tipo de entrenamiento, del peso y esas cosas técnicas. Pero también está el chimento. Los problemas familiares, que cotizan casi tanto como los técnicos. Y un boxeador siempre tiene problemas familiares, problemas de ego, y también problemas con la ley. No es tanto mi caso, pero la mayoría de los boxeadores son pobres y tienen hambre. Pelean porque es lo único que pueden hacer. Algunos tienen un don especial, tienen inteligencia, destreza y rigor. Otros, los más, quedan en el camino por cuestiones propias o ajenas. Muchos pierden peleas porque se enfrentan con boxeadores superiores, pero otros pierden simplemente porque la complejidad de la vida que están llevando los excede. Para que el boxeador llegue a su peso, unos tres o cuatro días antes del combate lo tienen a suero y a lechuga. Cuando sube al ring, lo único que quiere es ganar la pelea para sentarse a comer. Ese modus operandi de los entrenadores propone al boxeador como una bestia hambrienta capaz de matar por comida. Al Mono Gatica le preguntaron una vez por su derechazo potente y respondió que cuando tiraba una piña, la piña iba con carro y todo. El boxeador que se sube a un ring está asechado desde abajo por la pobreza, por el hambre.


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