martes, 23 de septiembre de 2008

Apercat Gutierrez- Entrega veintinueve

Tenía que dejar el auto en una concesionaria en la ruta. La cosa era simple, como casi siempre. Dejaba el auto y listo. Pregunté por el tipo al que tenía que ver. Tuve que esperar un rato. Encendí un cigarrillo y me entretuve viendo los autos y los camiones que pasaban por la ruta. Me puse a jugar con un boxer que andana dando vueltas por el lugar. Era grandote, su cara chata intimidaba pero era amistoso y juguetón. Estuve un rato tirando un palo que me traía. Al rato apareció un tipo alto y flaco. Se presentó como Vinilo Rocasalvo, efectivamente era el tipo que me había descrito Torrencio. Le di las llaves y un folio con los papeles del coche. Llamó a un tipo de mameluco que estaba en un galpón y le pidió que llevara el coche al taller y que lo limpiara.
Me preguntó si tenía que ir para el centro, él estaba por salir. Le dije que con que me alcanzara hasta la terminal estaba bien. Fuimos charlando de todo un poco, del tiempo y esas cosas. Me dejó en la terminal y me dio una tarjeta en donde figuraba su nombre y un celular. Me dijo que lo llamara si andaba por la zona, Torrencio le había dado referencias mías. Dijo que siempre salía algún trabajo con la capital, que en una de esas yo le podría ser de utilidad. Me dejó sobre la avenida Mitre, frente a la terminal de ómnibus. Eran las dos de la tarde. Saqué pasaje para las siete y me tomé un taxi hasta la cárcel. Papito no estaba, lo habían trasladado al penal de Sierras Bayas. Uno de los carceleros me explicó que hacía un mes había habido una revuelta con toma de rehenes y que las autoridades decidieron el traslado de algunos de los implicados. Uno de ellos Papito. Él había entrado por lo del auto, pero adentro se le habían complicado las cosas y se le adjudicaban un par de muertes. Todavía no tenía condena y ya se echaba encima más quilombos por lo que purgar. Se iba a comer un tiempo más. El carcelero era de Olavaria, y me dijo que él lo conocía. Y que tenía un primo de trabajando en el penal de Sierras Bayas. Se ofreció a llevarle lo que yo tenía para él: los cartones de cigarrillos y la ropa. Perdido por perdido, le dejé el paquete. También le escribí una carta a mano alzada y la incluí en el paquete. En la carta le mandaba saludos y le daba mi número de celular, para cualquier cosa que necesitara. Me fui un poco triste. Las cárceles siempre me bajan el ánimo. Son como una temible amenaza. Siempre que estoy cerca de una cárcel me prometo hacer las cosas bien. Hasta ahora estoy afuera. Toda una proeza, moviéndome en el mundo en el que me muevo. Almorcé a eso de las tres y media de la tarde en un bar frente a la plaza San Martín. No conocía a nadie en la ciudad así que caminé sin rumbo. Mucho pendejerío en las calles, mucha moto, mucha bicicleta. Iglesia, comisaría, hospital, escuela, municipalidad y comercios. Todo cerca, a mano, todo funcional. Los domingos que traspasan de lado a lado la semana. Insoportable repetición exacta de los días sin sorpresa ni variación.
Siempre me han gustado las ciudades chicas. Me transmiten paz y tranquilidad. Ni loco podría vivir en un lugar así. Pero cuando me toca pasar de vez en cuando me gusta salir a caminar y preguntarme cómo sería mi vida en un lugar así.
Me aburriría como un hongo y también me cagaría de hambre. ¿Qué podría hacer? Dios está en todas partes pero atiende sólo en la capital. Hay que estar dónde pasan las cosas, aunque se al menos para verlas pasar y poder lamentarse de ello. Caminando se me hicieron las ocho, así que agarré para el lado de la terminal. Me tomé un café en el bar, me fumé un par de puchos, y dejé que el tiempo pasara tranquilamente. Perros flacos rascandose las pulgas, valijistas y encomenderos, locos, vagos, paisanos aburridos en bicicleta, que van a la terminal a charlar un rato, a ver quién llega. Los altoparlantes gastados amplificaron la voz lejana de una mujer que anunció que la unidad 305 de la estrella estaba arribando a la plataforma número tres. Ese era mi flete. Subí y me senté contra la ventanilla. Estaba oscureciendo, quedaban algunos saludadores. El micro arrancó y fui mirando las casas, sus jardines, los patios. Por la avenida cerca de la rotonda que sale a la ruta iban dos mujeres negras cargando bolsas de supermercados. Estaban por cruzar la ruta. Irían a alguno de los bares que de noche se transforman en cabaret. Dos dominicanas posiblemente, dos putas domingueando. Siempre me toca ver ese tipo de gente. O yo mismo me imagino que son ese tipo de gente. Siempre encuentro algo oculto, algo prohibido. O eso es lo que me parece.
Ya en la ruta vi terrenos en donde humeaba algo que desaparecía. La tranquilidad intacta, quieta, detenida que avanza imperceptiblemente hacía la vejez, hacia la muerte.
La pampa y sus árboles, sus montes, sus vacas desperdigadas y aburridas.
Color verde de una libertad ajena. Distintas tonalidades, variaciones de naranjas y rojos, y ocres. El cielo intangible la pampa húmeda oxidada. Bolsas de nylon enredadas en alambres y pajas bravas. Cartelas con impactos de bala. La huella de la urbanidad acechando, carcomiendo. Dentro de unas horas estaría en Buenos Aires, cómodo en mi intransferible tristeza, en terreno conocido. Y a vivir yo mi propia abulia citadina.


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