jueves, 30 de octubre de 2008

Apercat Gutierrez- Entrega treinta y seis

Las mañas de los entrenadores son miles y cual de todas más crueles. Su trabajo es preparar a muchachos pobres con rabia. Resentidos y sufridos peleadores que están dispuestos a dejar la vida en el gimnasio y en el ring, con tal de salir de las cloacas en las que viven.
Días a lechuga, semanas sin coger. Se come, se entrena y se duerme. Se come, se entrena y se duerme. Cuando se sale al cuadrilátero el oponente es un obstáculo. Hay que sacarlo del medio. Se prepara a un boxeador como si fuera un gallo de riña, para que salga a matar. Y muchos salen y matan.
Todo empieza en la calle. Siempre todo boxeador se hace en la calle. La calle lo pone a uno a prueba constantemente. Se debe defender el orgullo, ganar respeto, y también el pan. Somos una casta inserta en la sociedad como están insertos todos. Se nos puede distinguir por las narices chatas, los pómulos encerados, los cortes en las cejas, y en las mejillas. Tipos de veintipico con dientes postizos, los nudillos percudidos, callosos, el cuello de un toro. A la primera de cambio, si alguien se planta, hay que sacarse cadenas, anillos, relojes y hasta la ropa. Esos signos nos distinguen, sabemos cómo hacer las cosas. Estamos acostumbrados.
Yo trato de tomármelo con calma, pero no siempre se puede. A veces hay que actuar más allá de lo civilizado, a veces hay que quebrar un par de huesos. Yo trato de no zarparme. Hago lo justo y necesario. Ahora lo tomo como trabajo, y no doy más de lo que se me pide. Antes, cuando boxeaba, era otra cosa. Ahí están en juego otras cuestiones un poco más espirituales, si se quiere. Pocas veces volví a sentir la sensación de gloria que sentía cuando ganaba una pelea. Uno no cabe dentro de sí. Es un momento religioso, superador. Y también está perder, que es un momento diferente pero también muy intenso. Hay que recibir una buena golpiza para darse cuenta de que está hecho uno verdaderamente.
Subirse a un ring es fabuloso. Los combates son un griterío caótico, y sin embargo se oyen claras las instrucciones del rincón: las marcas técnicas del entrenador, la arenga heroica del segundo. Es increíble lo solo que está uno arriba de un ring. La soledad compartida solamente por el oponente que está en la misma que uno. Pero sin embargo se acuerda un odio momentáneo. Los peleadores se odian a muerte el tiempo que dure la pelea, porque se reconocen como pares, que es lo que son.
Las peleas profesionales son parejas. Los luchadores deben estar en igualdad de condiciones. En la calle no siempre es así. Hay tipos que se zarpan, que no se pueden controlar. A uno le enseñan a pegar después de la campana, pero en la calle es todo tan diferente. Las cosas terribles que he vivido no me las olvido nunca más. Están clavadas en mi cabeza. Me hacen ser cómo soy.

Un buen boxeador absorbe los golpes y los embates del oponente y nunca se amilana. Debe trabajar tranquilo, analizar al rival, estudiar sus movimientos. Si la pelea se complica tiene que estar dispuesto al bloqueo, al clinch. Algunos boxeadores dejan que primé el orgullo, y no saben retroceder cuando la pelea se les hace adversa, cuando el otro parece superior. En esos casos, un boxeador prudente ensucia un poco el terreno si es necesario, para volver luego, eso sí, a usar el ring, a caminarlo, a recuperar el aire, para arremeter, combinar golpes, e ir a fondo. Uno puede entrar con un plan, con una estrategia que no funciona, pero tiene que ser lo suficientemente maleable como para poder cambiar de planteo si la cosa no va bien.
Subirse a un ring es como meterse en otro lugar, en donde el tiempo pasa lentamente. La pelea se ve a otra velocidad. Pero no es el tiempo lo que produce esa sensación de lentitud, es la mente que piensa rápido, que está preparada como lo está la del matemático para pensar en abstracto. Los golpes que entran son bien recibidos, tienen una vibración especial. O nos equivocamos o el otro es mejor. Un boxeador piensa con el cuerpo. Cuando se clava el un dos perfecto hay una especie de felicidad, de libertad.
La gente que grita, estática pero vertiginosa, borracha, enloquecida. Y arriba, el árbitro que es invisible, y un reflejo de uno mismo al frente, esperando noquear. Es uno de los lugares más seguros que conozco. En donde dos hombres se miden de igual a igual, sin armas, con fuerza y técnica, con el don natural con el que nacieron. Dos tipos que entrenan a morir, que todo el tiempo quieren superarse.
Arriba del ring se sienten los golpes que calan hondo, que estremecen toda la coyuntura ósea. Es hermoso. Aguantar contra las cuerdas, salir locheando, jugar al bloqueo, al retroceso, enloquecer al rival, ceder en ataque para respirar y conseguir el aire suficiente para la contra. Recuperar la movilidad después de haber tocado lona, pegar una levantada, y meter tres o cuatro manos limpias. ¡Que hermosura! Suena la campana y se entra en trance. Se está con sigo mismo, en conocimiento pleno de los límites y las posibilidades.
Me acuerdo de una pelea que tuve en la sede del Club Atlético Claypole. Esa tarde pelee contra Fusta Merlo. Era la primer pelea que los dos teníamos sin cabezales protectores. Toda una experiencia. Si bien los dos estábamos acostumbrados a pelear, boxear sin protectores es algo así como saltar sin red. Los dos salimos muy lastimados. Antes las peleas eran un poco más sanguinarias, las reglas eran menos rígidas, más permisivas. Al boxeador siempre se lo cuidó, pero los recaudos se han ido acrecentando con el tiempo. Antes el árbitro dejaba seguir un poco más. Hoy cuando se ve a la vista que uno de los dos se está comiendo una paliza, y nada indica que no se la vaya a seguir comiendo, se detiene la pelea en el acto. El peleador quiere seguir siempre, aunque esté sentado en el piso, grogui. Para eso está el rincón y el árbitro, para decidir en circunstancias tales que el propio peleador no puede manejar. El orgullo, la garra y la necesidad llevan al hombre a arriesgar la vida. Eso en el deporte no debe pasar. Ya demasiado con que pase en la calle.
Esa vez con Fusta nos dimos con en bolsa, a lo grande, hasta hicimos un mano a mano.
En una de las tantas, me tenía contra las cuerdas, yo como podía me defendía. Cada vez que él golpeaba yo arremetía. Todo desde las cuerdas. Me entraba fuerte, pero yo tenía la guardia alta y no lo dejaba penetrar. Hasta que me calzó un gancho fuertísimo al hígado, que me hizo bajar la guardia por un segundo, porque había sentido el impacto, y ahí nomás mandó gancho de derecha, uppercat de izquierda para abrirse paso por entre mis guantes, y por último uno recto a la pera. Se acabó la historia. Me sentó y no me pude levantar. Qué bien me la hizo. Un peleador con inteligencia, que no tira golpes al bulto, que calcula dónde meter la mano. Siempre me han gustado ese tipo de boxeadores: Monzón, Loche, Ray Sugar Leonard, Durán, Cogi, Palma. Tipos con un plan. Con un don natural, y con una gran preparación también. Fusta podía habar llegado a campeón fácilmente, y casi lo logra. Lo mataron en una pelea callejera, un mes antes de que retara la corona. Cuando empezó a ganar peleas se agrandó como sorete en kerosén. Se hizo el pillo con unos tipos con los que no se tenía que meter. Lo buscaron, lo encontraron y lo mataron. Como suelen terminar algunas cosas que nacen descuajadas de ante mano. Ese es un defecto muy común entre algunos boxeadores. Se la creen demasiado, y eso los hace cagar, tarde o temprano. Salvo que se sea Mohamed Alí. Y nadie es Elvis más que Elvis, nadie es Maradona más que él mismo. Hay que comerse el ego. Pero el ego es un músculo que se ejercita y que crece, se hace fuerte, poderoso. Hay tipos a los que no les gusta perder, y se quieren matar cada vez que los voltean. Hay que aprender a sobreponerse a la derrota. Hay que entrenar más y más para superarse. La fuerza también se mide en capacidad de soportar el dolor. Un buen boxeador sufre puertas adentro, con las manos en un balde con hielo.
La vez que reté al campeón y me mató, sentí que ya no podía servir para nada. Sentí humillación. Me di cuenta de que yo no era bueno para el box deportivo. Sé pelear muy bien y me la banco, pero arriba del ring hace falta más. Muchos tocan la guitarra, pero no todos la tocan bien. Es algo así. ¿Para qué seguir si no se es lo suficientemente bueno? Se dan muchos factores para que un boxeador pierda una pelea. Los factores contrarios a los que se dan para que el otro boxeador la gane. Siempre hay uno más fuerte. Hay miles y miles de tipos mejores que uno. Se es lo que se es, hay aceptarlo. Yo aprendí quien soy aquella noche en la que el campeón me bajó de un derechazo. Me tiró tres veces, y yo me le levanté las tres. Estaba poseído. Quería ganar la pelea a toda costa. No se la llevó de arriba, algunas hice. En una envestida le calcé dos manos: un uppercat y un cross. Y las sintió a las tres, si hasta se le aflojaron las rodillas. Pero sonó la campana justo, así que no lo pude rematar. Hubiese sido otra historia, tal vez, quién sabe. Cuando salió al quinto round, me quería comer crudo. Nos sacudimos de lo lindo. Yo estaba envalentonado y no me quedé atrás, le seguí tirando, y algunas emboqué. Pero en un intercambio me calzó dos seguidas que me hicieron temblar hasta el culo, y me le quedé mirando, con la guardia baja, sin fuerzas para levantar los brazos y cubrirme, ni para escapar con cintura. Y en ese abandono también había libertad. Estaba quieto, al descubierto, esperando que me partiera. Habrán sido tres, cuatro, o cinco segundos, a lo sumo, pero para mí fue una eternidad. Hasta que tomó distancia y me calzó un cross potente que me tiro contra las cuerdas. Tuvo todo el tiempo del mundo. Sacó un golpe perfecto, de manual. Pasé por entre la segunda y la tercer cuerda, y caí de culo los noventa centímetros que separaban al tablado del piso del gimnasio. Que buena mano me metió. Por algo era el campeón. Fue preciso y certero. Yo me tomé esa sacada del ring como algo definitivo y fatal. No quise más.
Durante un tiempo traté de estar cerca del box. Trabajé como sparring. Era bueno. Un sparring debe ir a menos, debe dejarse pegar. Algunos no se bancan que les toquen la cara. El sparring tiene que darle trabajo al boxeador, mostrarle posibles complicaciones. Un buen sparring nunca tocando a fondo, marca los golpes, no mete manos profundas, para evitar toda posibilidad de lastimar al otro.
Me acuerdo del Viejo Sarramone, un entrenador que tuvimos en un gimnasio de Floresta. El tipo trabajaba mucho con el sparring, señalándole las flaquezas del otro, para que buscara por ahí. Hacía un muy buen trabajo con los chicos. Les enseñaba a leer los movimientos, los preparaba bien. Pero por sobretodo les enseñaba a aguantar el dolor. Eso es principal en un sparring. El viejo veía algún borrego con condiciones, le tiraba uno pesos y los metía a pelear. Me acuerdo que pagaba diez pesos el round aguantado. Los fogueaba y de paso hacía su trabajo con el boxeador que estaba preparando. Si un sparring tenía pasta se buscaba a otro para reemplasarlo y a ese lo entrenaba para sacarlo a pelear. Ese era el arreglo que tenía en el club con un par de representantes que le tiraban algo extra si los pibes ganaban. A él le gustaba entrenar, jamás se hubiera metido en el loquero de los negocios que del box.
Mi tío era amigo de él. En su juventud se habían enfrentado dos veces. La primera la ganó mi tío por puntos, la segunda el Viejo Sarramone, por Ko técnico en el cuarto. El ganador de esa pelea, pelearía contra el favorito de la Provincia de Buenos Aires. Sarramone ganó después el título sudamericano y hasta ahí llegó.
Mi tío siguió otros caminos. El mismo contaba una y otra vez que había hecho guantes con Goyo Peralta, semanas antes de que peleara contra Bonavena en el 65. Había acompañado a un amigo suyo al club donde entrenaba Goyo Peralta. Mi tío era muy parecido físicamente a Peralta. Cuando Goyo lo vio parado, mirándolo, estaba arriba del ring, y le dijo que se acercara. Eran idénticos. Goyo lo hizo subir al ring le calzó unos guantes e intercambiaron algunos golpes, como si fueran de exhibición. Eso habrá sido solo una anécdota para Peralta, pero para el tío fue quizás la única hazaña que justificó su vida: haber guanteado con Goyo Peralta. Bonavena ganó esa pelea por Ko en el quinto. Era su vuelta de los Estados Unidos, donde había perdido con Zora Foie. Bonavena viajó a Estados Unidos y ganó un par de peleas hasta que empezó a perder. La FAB lo había sancionado y por eso se fue a pelear al exterior. Cuando volvió, la bardeó un poco por televisión, y perdió popularidad. La noche de su vuelta lo chifló todo el Luna Park. El tío me contó esa pelea como cuatrocientas veces.

domingo, 26 de octubre de 2008

Apercat Gutierrez- Entrega treinta y cinco

Recuerdo una de las peleas en las que hice de asistente del segundo.. Después de perder con el campeón no pisé más un ring, a no ser para entrenar. Guantes hacía, un par de round me pelaba de vez en cuanto, pero nunca más competí. A los tres años y pico de largar, empecé a trabajar como asistente: ayudaba al entrenador, era sparring de alguno. A mí me encanta el boxeo, es el deporte que más disfruto, incluso más que ningún arte marcial. Esa noche peleaba Taranto contra Ciruelo Marcardi. Ciruelo estaba de vuelta. Tendría treinta y largos y detentaba unas cuantas peleas ganadas por ko. Había estado preso cinco años por pegarle una trompada a otro boxeador antes de que empezara la pelea reglamentaria. El árbitro estaba dando las instrucciones y ordenó que los boxeadores se saludaran. El otro se acercó y le tiró un beso. Era para hacerlo calentar, pero le salió mal la jugada. Ciruelo reaccionó instintivamente y le calzó un derechazo. El otro por supuesto que no imaginó al poner la carita para intentar besarlo, la reacción de Ciruelo, así que recibió la mano con la cara blanda. Cayó desmayado y golpeó la cabeza contra la lona. Se quebró el cuello y murió al instante. Fue un acontecimiento funesto para todos. Ciruelo se cagó la vida y la carrera. Venía muy bien ranqueado, tenía futuro, y por una boludez se le acabó todo y encima terminó en cana.
Esa noche era su vuelta. Yo estaba en la esquina de Taranto. Era un pendejo de diecinueve años. A veces se estila en el boxeo enfrentar a peleadores con historia contra pibes que recién empiezan. Lo que se quiere es medir experiencia con juventud, impulso con paciencia, técnica con potencia. La pelea entre ellos dos prometía. Ciruelo tenía la carga de su historia, y le pesaba bastante como para que no se le notara. Tenía necesidad de ganar para aunque mas no fuera limpiar un poco su nombre, para justificar su paso por la vida. Si ganaba un par de peleas más se podía retirar con la frente alta. Se había mantenido en forma. Era un boxeador bastante completo, o eso era lo que había sido en su tiempo. Taranto tenía el ímpetu de la juventud además de tener una resistencia tremenda y una muy buena pegada. Lo único que a mí no me gustaba era que se moviera tanto. Tenía un buen manejo de piernas. Un boxeador que utiliza las piernas como táctica de pelea debe ser rápido para meterse en el cuerpo a cuerpo cuando el otro no lo espera, pero si no es lo suficientemente rápido de nada le servirá el bailoteo. Si el oponente le adivina en algún momento la movida se corre el riesgo de que entre alguna mano peligrosa. Y Taranto no era los suficientemente rápido.
La pelea estaba pactada a ochos asaltos. Pelearon los ocho. La pelea se definió por puntos. Y fue un empate clavado.
Fue hermoso verlos. Los dos cuerpos tan diferentes. Dos medianos: Ciruelo estaba en los setenta y dos, y Taranto setenta y uno. Ciruelo, de hombros anchos, cuello grueso, brazos de piedra; Taranto, alto, como un junco, esculpido, plástico. Arrancó Ciruelo con una movida rápida para ver como estaba la reacción del otro. En la envestida, Taranto se corrió, lo dejó pasar de largo, y le calzó un toquecito en las costillas. Ciruelo sonriendo se paró y lo miró unos segundos. Después de esa maniobra se retrajo a estudiarlo. El pendejo no era un paquete. Habría que trabajar. Y eso tuvo que hacer. Taranto le dio mucho trabajo a Ciruelo, pero tampoco se la llevó de arriba. El pibe le metía que daba miedo, y las explosiones de Ciruelo eran violentas y certeras. Taranto lanzaba a fondo, y Ciruelo conectaba combinaciones, que quebraban el plano defensivo del pibito. En el rincón estábamos absortos, le decíamos que estaba trabajando muy bien, no lo podíamos creer, estaba haciendo todo correctamente, no había ninguna instrucción para darle, sólo alentarlo para que siguiera con lo que estaba haciendo. Ciruelo era un púgil experimentado y Taranto tenía unas ganas tremendas de exhibirse. Los dos se metieron de lleno en la pelea, reconcentrados en esa comunicación violenta que sólo algunos comprendemos. Estaban dispuestos a la búsqueda, sabían contrarrestar, fue un combate cerrado y estilísticamente perfecto. Los dos estaban llenos de recursos, se manejaban con soltura en las tres distancias, había buen manejo de los tiempos.
El quinto fue un round muy duro para Ciruelo. Taranto lo agarró retrocediendo, y le clavó un uppercut en plena mandíbula. Rebotó contra las cuerdas y quedó tecleando, pero no cayó; trastabilló un poco, el juez lo agarró, le contó hasta ocho y dejó seguir. Le costó recomponerse. El pendejo naturalmente se le fue al humo, y Ciruelo con toda la experiencia, lo abrazaba en clinch, le metía los brazos por todas partes, calzaba cortitos en las costillas. Lo trabó hasta el final del round. No lo dejó pelear.
En el sexto Ciruelo ya estaba recuperado, y tocado en su amor propio. Si no hacía algo
Taranto se le iría encima. Ese fue su asalto. Al final del round anterior, Taranto se había atorado y no supo salir del cuerpo a cuerpo. Ciruelo dispuso la pelea para ese lado. Lo empezó a cansar. Se le tiraba encima con todo su peso, se hacía sostener. Taranto estaba enojadísimo, pero no sabía cómo sacárselo. Le gritamos un par de veces que metiera ganchos fuertes al cuerpo. Calzó algunos, pero Ciruelo lo tenía muy trabado, se cubría muy bien. Cuando lo tenía cansado y molesto, se lo sacaba con un empujón de brazos y le metía combinación. Entraban todas y lastimaban. Taranto terminó el round exhausto. En el séptimo se pegaron poco. Estaban cansados, y se reservaban todo para el octavo de cara al final de la pelea. Usaron todo el anteúltimo para caminar, para recuperar aire. En el octavo se mataron con gran maestría. La juventud y la experiencia conjugados bajo la misma ferocidad.
Cuando sonó la campana del último round, se abrazaron en el centro del ring y fue emotivo. Ambos reconocieron sus igualdades a pesar de las diferencias y eso en vez de enemistarlos los acercó. Hubo un gran silencio que precedió a los plausos y a la ovación unánime de todo el público. Había sido una gran pelea. Y la gente siempre lo agradece. Fue el momento más emocionante que yo haya vivido nunca en la arena. Se habían dado, pero tenían pocas lastimaduras: Taranto un ojo un poco cerrado y sangre en la nariz, Ciruelo un pequeño corte en la ceja y una hinchazón en la frente producto de un choque de cabezas sin intención.
El favorito tiene puntos de entrada. En este caso no había favorito. Uno estaba de vuelta, el otro era un pendejo, cualquier cosa podía pasar. Los dos jurados dictaminaron empate: 10-9, en el primer round 9 10 en el segundo, 9-9 en el tercero, 8-8 en el cuento, que fue medio flojo y 10, 10 en el quinto. Al tiempo Ciruelo tomó de pupilo a Taranto y lo llevó a pelear a los Estados Unidos unas cuantas veces. Me hubiese encantado poder dedicarme de lleno al box; entrenar para pelear y pelear. Sin embargo la vida pega tantos giros que uno al final se marea. Uno se va amoldando a las circunstancias. Por suerte tengo deseos de vivir lo mejor que pueda, entonces no me quedo atado a un sueño imposible. Si no pude ser boxeador, seré otra cosa. Soy otra cosa, una cosa que aún o he podido clasificar. No tengo gremio, ni agrupación. La ley no me contempla, ni las ordenanzas y disposiciones. No tengo obra social, ni deposito de la jubilación. Habría que poner una mutual de delincuentes, que no la hay. Por eso admiro a los boxeadores profesionales, extreman su brutalidad dentro de los marcos establecidos.
Los peleadores que trascienden son chabones con mucha destreza física. Tienen un talento excepcional para la lucha. Nacieron con ese don. Son capaces de pegar duro y de resistir los embates contrarios con toda la firmeza necesaria que hace falta para ser un guapo. Hay tipos diferentes, como también hay diferentes estilos. Cada uno pelea como sabe, como puede. Hay algunos que son muy técnicos, como el Ñato Nieto, tipos que prefieren encarar la pelea armaditos, sin hacer lances inútiles, ni tirar patadas descendentes ni giros fenomenales que no sirven para nada. Uno puede caer desarmado, y eso es peligroso. Claro que si se llega a meter una patada con giro, o una buena ascendente, ya está. Pero casi nunca entran ese tipo de maniobras porque son muy faroleras, son tan aparatosas que se adivinan al toque. Un peleador inteligente mira los movimientos del otro, y cuando lo encuentra mal parado se aprovecha de eso, y arremete con todo lo que tiene. Así se ganan o se pierden las peleas. Es técnica pero también y sobretodo, es guapeza, huevos y sadomasoquismo. Algunos quieren dar y recibir, lastimar y gozar con el dolor del otro, y sentir también, las consecuencias de ir al frente. Yo he visto peleas en las que se da palo y palo, se arriesga en un todo o nada, y entonces la cosa se vuelve equilibrada porque la pelea puede estar para cualquiera de los dos en el cruce. Se salen de las estructuras técnicas y se sacuden zapallazos con toda la fuerza de la que disponen. Eso es como pelear en el aire, a suerte y verdad.
Están los que gozan al otro, lo descansan; bajan la guardia y asoman la naricita, que si se topan con uno rápido les puede poner la taba de culo. Si uno va a cancherear tiene que estar muy seguro, y un hombre que necesita mostrar que está seguro de sí mismo, tal vez no lo esté tanto. Eso se nota, se ve enseguida. Mohamed Alí gozaba, pero porque Mohamed Alí era dios. Es horrible ver a esos tipos que burlan a su contrincante y después quedan culo para arriba. Es patético. Mejor no hacer nada y estar concentrado en defender y pegar. Eso lo aprendí del Nato, un instructor de kin boxing y muay thai que tuve en un gimnasio de la Paternal. El tipo nos enseñaba eso, a armarnos bien, a plantarnos seguros y a utilizar la técnica, que para eso estaba. Vi un par de peleas de él, y así peleaba, limpio, seguro, sin descuidar nada. Se defendía, esperaba y metía cuando el otro dejaba un resquicio. Es rápido, y certero, entonces entra. Era bueno enseñando, exigía, pedía el máximo. Entrenaba mucho lo físico y enseguida hacía guantear, para que sus alumnos se conocieran. Después tuve que cambiar de instructor porque se metió en negocios truchos con Humberto Maorí. Dejó de pelear y dar clases, buscó lo seguro, el camino más corto hacía la guita.
Cuando se llega a cierta edad se cae en la cuenta de que no se va a jugar en primera. Y se olvidan las cuestiones del triunfo romántico de la juventud para intentar sobrevivir.
Hay que tratar de ganar. Pero no siempre se puede y es bueno saberlo.
A veces se pierde, eso está claro. Perder no está bueno, es una situación de mierda. Todo el tiempo pasa que nos encontramos con alguien superior. Yo todavía no me puedo acostumbrar, cuando veo a uno que me podría revolcar fácilmente me muero de la envidia. Me dura nada más que un rato, después se me pasa, pero es una sensación muy dura. Yo creo que eso es una virtud y no un defecto: poder reconocer a uno mejor que yo. Uno siempre se cree que es el mejor. Claro que hay inseguros, deprimidos, tímidos, dominados, miles de trastornos sociales; pero un hombre arriba del ring sube a matar o morir. Está seguro de lo que hace. Es conciente del peligro, y por eso se manda a fondo. Y cuando se pierde es re duro. Hay que seguir, siempre hay que seguir, pase lo que pase. Estamos en una lucha constante con la muerte, y hay que dar pelea. Un toro en la arena no es un suicida en la terraza, de tanto pegarse la cabeza con la pared, al final uno se endurece y es menos vulnerable a los golpes.
Me acuerdo de una pelea de las que Tyson perdió. Lo sentaron de culo y el tipo no lo podía creer. Seguramente se creía invencible, y con razón. ¿Cuántas peleas había ganado? Le metieron una mano bien puesta y lo partieron; se le perdió la mirada, se le descolocó el sentido de la orientación, como a todo peleador que probó la lona alguna vez. Es una sensación re fuerte. Sólo comparable en intensidad con su antitesis: ganar. Los ojos perdidos de Mike, era los ojos perdidos de un tipo que no puede creer lo que le pasa. Y después lo volvieron a acostar un par de veces más, en otras peleas. Esos tipos siempre se recuperan y vuelven al ruedo, porque es instintivo en ellos. Hasta que un día hay que retirarse, se retiran y siguen conectados con el deporte o se hacen encarcelar. El mundo del boxeo es un mundo lindero al mundo de la corrupción de todos los vicios. Muchos peleadores terminan en la mala porque no saben qué hacer en el declive que lleva al retiro, tienen demasiado temperamento, demasiado ímpetu, demasiadas ganas de romper. Y terminan en cualquiera por no saber controlarse. A algunos otros les va muy bien, y se re insertan luego del retiro. La vida del deportista es muy corta.

jueves, 23 de octubre de 2008

Apercat Gutierrez- Entrega treinta y cuatro

Uno meses antes de morir el vecino de mi tío me dio un a caja que tenía guardada. Se la había dado para que me la entregara cuando lo creyera conveniente. La caja tenía revistas de cuando era pendejo. Me las compraba el tío, para que leyera. Él no era muy instruido. A penas si había terminado el primario. Pero siempre estaba leyendo algo. Cosas que le interesaban a él, revistas, diarios y ese tipo de publicación. Nunca lo vi con un libro en la mano. Recuerdo que le gustaba leer la revista Esto, y otras por el estilo, con muertes, violaciones y descuartizamientos. Le gustaba eso, qué se yo. Esas revistas le compran las fotos a la cana y las publican en primera plana, para el regocijo de los morbosos.
En la caja había gráficos, páginas deportivas de Clarín, de la Nación y de Crónica, y un librito con el reglamento de la Federación Argentina de box. Había otra revistita que tenía un montón de definiciones de diccionario llamada, ¿Qué sabe Ud. del box?
Entiéndese por boxeo a la práctica deportiva con los puños cerrados y enguantados, entre dos adversarios/as reglamentariamente habilitados/as en equivalentes condiciones técnicas y físicas, uniformados/as, siendo la contienda controlada por autoridades deportivas designadas oficialmente, las que harán cumplir y respetar las disposiciones legales y reglamentarias, aplicables a una práctica correcta y honesta.
En otra página decía: Boxear: batirse a puñetazos. El arte de combatir dos hombres golpeándose con los puños se remonta a los primeros tiempos de la historia. Distintos hallazgos arqueológicos nos atestiguan su práctica varios milenios antes de Jesucristo, en Egipto, en Mesopotámia y en otros lugares de Asia y África. En la Grecia antigua el boxeo o el pugilato formaban parte de las competiciones sagradas. En la antigüedad, se boxeaba unas veces a puños desnudos, otras usando vendajes blancos para protegérselos, o duros para dotarlos de mayor contundencia, a los que añadieron luego piezas metálicas para aumentar su poder ofensivo. Entre los etruscos se combatió con los puños armados con halteras. En los tiempos modernos fueron los ingleses los primeres en hacer del boxeo un deporte nacional y en reglamentarlo, siendo el primer campeón reconocido el inglés James Figg, en 1719. El boxeo se ha ido depurando, y lo que fue un combate al límite de las fuerzas de los combatientes o hasta el abandono de uno de ellos, que podía durar días, y en el que todo estaba permitido, tras la progresiva reglamentación, se ha convertido en un deporte en el que se combate sólo con los puños, estando prohibido todo golpe por debajo de la cintura y aún otros que pudieran resultar de un especial peligro para la integridad y vida del contrario. Los combates se celebran en un cuadrilátero limitado por una valla de cuerdas denominado ring, y están divididos en rounds. Los boxeadores se dividen en categorías según su peso y potencia consiguiente, y emplean guantes acolchados.
Yo de pendejo era fanático del box. Me estudiaba los ranking de los boxeadores, seguía todas las pelas, leía los cometarios de los especialistas, los análisis técnicos de las peleas. A veces íbamos con el tío a ver alguna que otra pelea a la Federación. Cuando empecé a entrenar se me fue un poco la devoción por la lectura. Estaba todo el tiempo entrenando. Ya de grande volví a leer un poco de box y de otras disciplinas. La lectura suple muchas carencias, debe ser por eso que mientras entrené y combatí no toqué ni una revista, para qué si tenía acceso directo al mundo del box porque formaba parte de él. Ahora me compro la Ring side para saber qué está pasando, quienes son los peleadores y todas esas cosas. Y miro muchas peleas por televisión: box, muay thai, karate, taekwondo, judo, vale todo, jiu jitzu, lo que sea. La cuestión es ver técnicas distintas. Hace años que me meto en algún gimnasio y voy unos cuantos meses a aprender alguna arte marcial nueva, que no conozca. He hecho de todo. Eso me ayuda para mi trabajo. También me compré una computadora y me veo las peleas en youtube. Está bueno porque puedo ver lo que quiera. hace unos meses que vengo siguiendo el reality show “The ultimate fighter”. Metieron a un montón de peleadores de muay thai, de soto, de vale todo, y de jiu jitzu brazilero dentro de una casa. Los entrenan y los hacen pelear. Todo arrancó en Estados unidos y ya se propagó por Canadá, Inglaterra, y estna por meterlo en Asia y Europa. El genio que invetó todo se llama Dana White, es un ex boxeador, que convenció a unos hermanos millonarios para invertir en lo que se llama MMA, lo que serían las artes marciales mixtas. Un genio que levantó toda la guita popularizando un deporte venido a menos. Todo empezó con el jiu jitzu brasilero y se expandió a otras artes marciales. El mismo Dana White dijo algo bastante preocupante, que el boxeo va a desaparecer porque los MMA lo van a absorber. Y es posible que suceda. Hoy en día los deportistas han reemplazado a los héroes de la historia. Maradona es San Martín, y Monzón Facundo Quiroga. Los peleadores son guerreros que despiertan el espíritu nacionalista dormido en todos nosotros. En los encuentros deportivos sale a relucir esa sensación de pertenencia a algo que se creo único: la nacionalidad. Y en verdad estos luchadores son tenidos como héroes nacionales, cosa que viene ocurriendo hace bastantes años.
El otro día estaba viendo un especial sobre las peleas de Anderson Silva, un negro brasileño, le dicen la Araña, y es campeón del UFC, tiene tres cinturones mundiales. Nadie le ha podido ganar. Dana White lo llevó a pelear en el reality y en menos de dos minutos se comió crudo al campeón norteamericano por excelencia, Rich Franklin. En los MMA se pelea en octágonos cerrados por un alambrado de dos metros.
Anderson venía de ganar el cinturón de Soto en Japón y el Cage Rage en Inglaterra. Es considerado como el mejor striker de las MMA en su categoría. Lo escuché hablar en una entrevista, y es un tipo muy humilde. Trata de no provocar al oponente, como generalmente se hace en este tipo de disciplina. Las provocaciones se pueden interpretar como falta de equilibrio, y un hombre equilibrado no responde a las provocaciones, solamente hace lo que sabe hacer: pelear. Dijo algo que me pareció totalmente acertado. Siempre que entrena trata de resolver las peores situaciones, se somete al máximo riesgo posible para poder probar el plano psicológico en todo momento. Entrega la espalda y los brazos para trabajar su reacción en el combate cerrado, para conocer sus propios límites y destrezas. Eso acrecienta la confianza en uno mismo, algo básico si se quiere subir al ring y pelear contra un animal entrenado para matar.
Este tipo es impresionante. Tiene una plasticidad, parece de goma, y es paciente, pero rápido. Baila, todo el tiempo está bailando. Cuando gana hace una pequeña coreografía, bien negra, bien de adentro de las entrañas de la tierra. Primero espera, analiza, y cuando ve un hueco mete, no una mano, sino tres o cuatro combinaciones en milésimas de segundo. Es fresco y movedizo.
Es maravilloso ver esos momentos en cámara lenta, ver cómo entran los golpes, como se sacude el otro. Es un estilista, y creo que también un gran improvisador. Es como si tocara jazz. Sabe responder de mil maneras diferentes. Patadas, piñas, codazos, giros. Y parece que a cada uno le pelea de una manera diferente. Vi un par de pelas, contra muchos tipos buenos. A algunos les boxea, a otros los nokea a patadas, a otros con las rodillas. Hace de todo. Es bueno en pie o en piso. Y hay un momento en que todos sus rivales se parecen. Se dan cuenta de que es imparable.
A mi me gusta detenerme en los ojos del que recibe los golpes. Su mirada se vuelve opaca, sin brillo, descolocada del mundo. Sabe lo que se le viene, sabe que no va a poder resistir ese tipo de envestidas, y ahí ya se acabó todo. Es cuestión de segundos, la fiera está desatada. En una de las peleas que vi, pasaba justamente eso. El negro esperó al otro, que era un peticito macizo, con fuerza y buenos movimientos. Pero Anderson era superior. El otro entró con mucha confianza en sí mismo, eso se le notaba en la forma de pelear, yendo al frente, tirando manos, queriendo embocar una. Algunos es lo único que tienen, una muy buena pegada, que si da en el blanco es derribo seguro. Pero hay que poder meter una mano de esas. Anderson se movía para todos lados, parecía un mono araña, y de vez en cuando, aprovechando la envestida del otro, explotaba y metía unos cuantos puñetazos que hacían daño. Los ojos del otro cambiaron inmediatamente después de la segunda arremetida de Anderson, se llenaron de dudas, de miedo, y de una certidumbre: la pelea ya estaba definida. No es nada fácil comprender la superioridad del otro. Uno se niega aceptar eso. No es solo una pelea más, hay muchas pero muchas cosas en juego. Uno se cree importante, piensa que va a perdurar el apellido, uno sueña. Pero cuando la realidad se define en una cuenta a diez, es terrible. Es una sensación dura, contundente, igual que una mano bien metida, contra la que no se puede hacer nada más que tratar de apoyar las manos en el suelo en la caída. Pero hay que seguir, tratar de cambiar lo que el destino ha sentenciado de ante mano. Eso lo sabe todo peleador. El héroe va hacia delante por más que lo espere la derrota. Esos son los verdaderos gladiadores. Gente que encara sin que nada los detenga, salvo la muerte. Porque los verdaderos luchadores son un poco inconscientes, un poco suicidas, un poco fundamentalistas. Porque los verdaderos luchadores también pierden. Pero además de verdaderos luchadores hay también dioses del olimpo inmortales y sanguinarios. Tipos que siempre ganan, que no saben lo que es perder.
Andersón acortó distancias y dejó que el otro tirara manos, que abriera la guardia, se agachó apenas, bajó el antebrazo a la altura de su vientre, y levantó el codo con toda su fuerza. El codazo enganchó de lleno el mentón del otro. Una hermosura perfecta. Este Andersón me hizo acordar a Monzón. Es un pelador similar. Me acuerdo de la pelea contra Nino Benvenutti. El italiano también entró con confianza, y metía, no se quedaba atrás, pero se notaban las diferencias en las velocidades. Las explosiones de Monzón no eran comparables a la determinación de Benvenutti. En el momento en que Monzón probó su cara, ya no le dio descanso. Benvenutti se fue haciendo más chiquito, su táctica de redujo a soportar la golpiza. La cara de Benvenutti cambio radicalmente. Se convirtió en una cara preocupada, sus piernas no le respondían, la guardia no lo protegía. Ese tipo de exhibición enseña mucho. Viendo a esos peleadores se aprende de verdad.
Todas las peleas que vi del negro las ganaba en el primer o segundo round. Cada round es de cinco minutos. Pero vi una pelea en la que el negro pedió. Peleaba en Japón contra Ryo Chonan, un japonés de diecinueve años, duro y ancho. Vistos en pelea, el japonés es un poco más torpe que Anderson, tiene, pero va al frente. Los dos pesan ochenta y tres quilos, pero el japonés es un poco más bajo que Anderson.
El primer asalto comenzó siendo de espera, observaban, se buscaba el claro para entrar. Ya en los movimientos se adivinaba una superioridad del negro. Es un muy buen boxeador, con estilo propio, prolijo, ordenado, elegante. Se mueve en continuo con un bailecito interrumpido, como si fuera un leve temblor. El japonés, tiraba también, peor no llegaba con fuerza, hasta que en un intento el negro lo arrebata, le calza un par de manos bien puestas, lo patea y lo lleva al piso. El japonés impuso toda su fuerza, y el negro se defendió bastante bien. los dos metían manos y codos cada vez que podían. Se daban en la nuca, en la cara, en las costillas, en donde fuera. Chonan es un buen trabajador del piso y no se la hizo fácil a Anderson, que es bueno tanto en pie como en piso. En una movida Chonan logra ponerlo de espaldas al negro y subirse él. Se restregaban las caracas con las manos. El árbitro le muestra tarjeta amarilla a Anderson y restablece la pelea en pie. Los relatos estaban en japonés y no entendí por qué le sacaron tarjeta, alguna cuestión reglamentaria que no cazo todavía. Ya en pie Chonan intentó una maniobra con giro pero Anderson lo tumbó de nuevo. Luego logró ponerse de pie y lo pateó en el piso, pero el árbitro lo mandó a la esquina e hizo que el japonés se parara. No me gusta mucho cuando dejan que uno esté en el piso y el otro lo patee. Chonan tiró un par de patadas pero nada, parecía cansado, hasta intentó meter una patada con giro y todo, pero el negro se cubrió bien. Todo esto en los primeros cinco minutos.
En la esquina le limpiaron la sangre que le chorreaba de un ojo al japonés. Andrerson no tenía ni una marca. En todas las pelas que pude ver nunca noté que estuviera sangrando. Siempre parece entero. El japonés entró de una con ataque, metió un par de manos, pero Anderson lo contrarrestó con patadas, lo agarró por la cintura, los alzó y cayeron sobre sus rodillas, pero Chonan salió con un codazo. Los golpes de ambos eran sólidos, los del negro un poco más certeros que los del japonés. El negro es limpio y cuando tira generalmente llega, tiene los brazos largos, ideales para el box. Chonan metió un midle kik que llegó sin fuerza a las costillas de Anderson. El negro se acercó y le rodeó la cabeza con los antebrazos. Algo muy característico en él, los agarra y forcejea hacia los costados y hacia abajo, los tironea, eso los cansa y además le permite meter rodilla en el torso y en la cara. Hubo otra estocada del negro, pero Chonan escapó rápido, retrocediendo, esperando para contrarrestar en un intercambio de manos en el que el negro también recibió lo suyo, e hizo otra vez el truco de los antebrazos que le permitido meter una par de rodillas al cuerpo de Chonan. Fueron otra vez al piso, se volvieron a pegar un par de manotazos, y a refregarse las caras, pero los separó la campana.
Ya en el tercero Chonan arremetió con patadas, el negro aprovechó para ajustar un par de manos y combinar dos o tres hide kiks que entraron y sonaron en la cara del japonés. Chonan quiso hacer una toma para llevar al negro al piso pero fue infructuosa y quedó regalado para que el negro le calzara un par de patadas, pero el referí volvió a intervenir. Se empezaron a medir como si estuvieran en el primer round, el negro empezó a bambolearse, a bailar, Chonan llegó con otra patada sin fuerza y el negro volvió a meter combinación de rectos, hasta que en una movida magistral, Chonan metió una pierna por entre las del negro, los llevo al piso, le trabó una de las piernas y le ganó por sumisión. Una movida muy inteligente, inesperada. Anderson se quería matar, porque es superior al japonés, pero las peleas no siempre las gana el mejor. No hay seres invencibles. Pero por más que se pierda, hay algo que los hace seguir. Hay una necesidad inherente en el luchador de ir a más, de probarse con el otro y con él mismo. La prepotencia que empuja hacia el centro de ring, esa satisfacción de prevalecer por sobre otro. Rebotar en las cuerdas tensadas desde las rinconeras, picar sobre la lona acolchada con caucho, ponerse en guardia y mirar al otro que es el enemigo, el que quiere lo que a uno le corresponde por derecho y por huevos. Hay que plantar bandera y dar batalla. Bomba y bomba, con todas las fuerzas. En la calle es lo mismo. Todos competimos. Nos empujamos, estamos dispuestos a lo que venga. Los tacheros, los colectiveros, empleados de oficina, monigotes, comerciantes, canas, repositores, todos se quieren dar. Y todos se dan, saltan al toque y se arma el toletole. Qué lindo cuando se agarran, a que prime la fuerza por sobre la razón. La puta madre que lo parió.
En la caja había un par de Gráficos. En uno de ellos estaba parte del historial de Monzón, un fuera de seria, un boxeador que no tuvo par y que se lució en todas las peleas. Monzón poco a poco fue venciendo a Antonio Aguilar, Celedonio Lima, Carlos Salinas en la final del " Cinturón Eduardo Lausse", una competencia pugilística organizada por Tito Lectoure. Con esos valiosos triunfos se fue ganando el lugar de privilegio y tuvo la oportunidad de estar frente a frente con Fernández. Ese boxeador flaco de largas piernas, de 24 años, el 13 de Septiembre de 1966, obtuvo su primera meta importante: el título argentino y con esto sorprendió al mismísimo Lectoure. El, justamente, le trajo, en 1967, el primer oponente extranjero llamado Bennie Briscoe (en 1972 se enfrentarían por la corona de los medianos), que empató con el argentino. Al poco tiempo, Monzón derrotó, nuevamente, a Fernández sacándole en este caso el campeonato Sudamericano. Lectoure trabajaba en un aspecto fundamental: una posibilidad por el título mundial. Mientras tanto, le conseguía contrincantes extranjeros (Douglas Hountley, Thommy Bethea, entre otros) para foguearlo y hacerlo subir en el ranking. En 1970, se le dio la chance que todos esperaban. El combate era con Benvenuti, en Roma, en el Palazzeto Dello Sport, el 7 de Noviembre y con una bolsa de 15.000 dólares. El round doce fue el de la consagración, ya que el italiano sintió el derechazo y no resistió. El santafesino alcanzaba la gloria triunfando por nocaut y se anotó como el cuarto campeón del mundo que daba el país. Comenzaría entonces un ciclo brillante y único en la historia de este deporte. Obtuvo la Corona Mundial de los Medianos de la Asociación y el Consejo Mundial de Boxeo. A partir de ese momento hizo 14 defensas de su título contra los grandes boxeadores de la época, ganándolas todas hasta su retiro en 1977.
Me trae muchos recuerdo, Carlos Monzón era el boxeador preferido de mi tío, siempre me estaba mostrando las peleas que pasaban por televisión. Se posesionaba cuando las pasaban. Se conocía las peleas de memoria. Me mostraba todos lo golpes: jabs, directos de derecha, hooks, cross lateral al mentón, swing voleado descendente. Tenía unas combinaciones demoledoras. Yo lo miraba y aprendía. Después me iba al patio a hacer sombra.

domingo, 12 de octubre de 2008

Apercat Gutierrez- Entrega treinta y tres

Conocí una guachita divina. Cada vez que la veo, me muero. Es tan linda que duele. Tiene pelo castaño oscuro, lacio. Una carita normal, nada del otro mundo, pero me mira y me fulmina. Y ella lo sabe bien. No me pasa ni la hora. Trabaja de secretaria de un tipo al que siempre le tengo que llevar guita, una o dos veces por mes. Un encargo de Torrencio; un tipo que sabe demasiado. Ex empleado de Américo, abogado de renombre, mediático. Se desvinculó del bufete que asesora a Américo y le tienen que poner unas luquitas al mes para que se quede callado y su vida no peligre. Como un seguro de vida. El silencio es una mercancía muy pero muy cara. El conocimiento es poder. Para Américo es como tener un empleado en ejercicio, que fue leal y fiel mientras perteneció al círculo inmediato. Luego hubo que conservar su lealtad a costa de una cuota mensual. Una manera de agradecerle que se calle lo que sabe, una manera de mantenerlo vivo sin armar ningún alboroto. A la gente se la silencia de dos maneras: con plata o con la muerte.
Esta guachita es la secretaría personal del Doctor Corti. Me vuelve loco. Cuando la veo, empiezo a transpirar, me pongo nervioso, tartamudeo. Termino hecho un pelotudo. Ni siquiera la puedo mirar a los ojos. Me puede. Tiene un poder sobre mí que me haría hacer cualquier cosa por ella. Hace años que no me pasa esto. Si ella me diera la oportunidad. Pero para la pendeja debo ser un gorilón, un robot idiota. Debe tener la conchita pelada, limpia, con gustito a caramelo. No la merezco. Por eso la miro de lejos. Soy un animal de carga que pretende los amores de la hija del dueño de la granja.
La semana pasada llevé un sobre, tuve que esperar un rato a que me dieran otro con unos documentos. Ella estaba sentadita, con un vestidito, unas piernitas; pienso en ella en diminutivo, no puedo evitarlo. Es inútil, pienso y cuanto más pienso más me duele la guacha. Es la imagen perfecta de algo que no puedo tener. Es como correr o pelear en un sueño. Algo que no se puede hacer, que se aferra a la insatisfacción. Un deseo no cumplido. Un dolor profundo. Y no es que esté enamorado, o sí, no sé. Es algo más bien físico. Si fuera un enfermo la violaría. He llegado a pensar que eso es lo que quiero realmente. Pero no soy un degenerado. Si no puedo tenerla, no la tendré. Estoy preparado para sentir dolor. Con el tiempo uno se acostumbra a todo.
Cuando se murieron mis viejos y me fui a vivir con mi tío, en un año nos comimos la guita del seguro. Después nos arreglábamos con la pensión de mi viejo, pero no alcanzaba para nada. El tío nunca tenía un mango. Trabaja en un gimnasio barriendo los pisos, y limpiando las machas de sangre del ring. Pobre viejo, no podía caer tan bajo. Y sin embargo nunca le escuché una queja. De él debo de haber aprendido a aguantar los golpes, el dolor y el hambre. Los sábados a la tarde, hacíamos guantes, y me enseñaba algunos trucos. Pegaba lindo el viejo. Me daba fuerte, para que me curtiera. Estoy terriblemente agradecido de toda esa cátedra. Me ha servido. Qué loco. No pudo evitar que yo agarrara los caminos que agarré, entonces me enseñó a resistir las inclemencias que después iba a padecer, como si el viejo hubiera sospechado la vida que yo iba a tener.
Cuando veo a la pendeja pienso mucho en el tío. No sé por qué. En una de esas porque la pendeja es la imagen de algo imposible. Me produce mucha tristeza saberme incapaz de hacer algo. Cada vez que me siento una mierda, me acuerdo de mí tío que era la imagen perfecta del fracaso. Un tipo duro acostumbrado a perder. Él sí que tenía huevos. Allí donde estuviera estaba entero y no se dejaba atropellar por nadie. Se la daban y lo dejaban con el culo en la vereda, buscando los pedazos de dentadura postiza. Pero se las aguantaba. Tenía el cuero de un tapir, fuerte y resistente. Me encuentro tan parecido. Claro que quiero vivir bien. Pero si me toca que no, me voy a saber adecuar, igual que él. Algunos hombres están preparados para soportar cualquier tipo de penurias, o tal vez sea al revés, las penurias hacen duros a algunos hombres. No sé, la cosa es que hasta ahora siempre me las he arreglado. En las cosas que me hace pensar la pendejita. Tendría que cojérmela de una y listo, se acabó la historia. Pero no puedo, sería demasiado.
Yo conozco a un pedófilo. De vez en cuando lo visito. Es un tipo que conocí hace mucho y que me salvó las papas una vez. Siempre le he estado agradecido. Es un hijo de puta que gusta de coger pendejos o pendejas. De catorce le parecen viejas. Voy a la casa tomamos unos mates y lo escucho. Es mi manera de agradecerle lo que hizo por mí. Él no puede hablar con nadie de lo que hace. Un día, hace mucho, fui a verlo, y me contó. Hasta ese momento no sabía nada. Esa tarde me fui ofuscado, y hasta ofendido. Él me había dado una mano enorme con mi tío. Por cuestiones laborales me fui alejando de él. Al tío no le gustaba mucho lo que yo hacía, ni las juntas que tenía. Era pobre pero honesto. Algo común en muchos de su generación, que soportaron de todo pero nunca se hundieron en la mierda. Y no estaba del todo errado. Yo era pendejo, y de boxeador semi profesional pasé a guardaespaldas mandadero. Empecé a tener guita en el bolsillo, a poder pagarme lo vicios, cosa que antes no podía. Una noche discutimos fiero y me fui a la mierda. Me enojé muchísimo con él. Hoy veo las cosas de otro modo, pero en ese momento yo me sentía el dueño de la verdad. Y la familia es la familia, más allá de lo que uno piense o deje de pensar.
Este tipo estuvo con mí tío casi hasta el día de su muerte. Para esa fecha, se había enfermado y no había podido atender al tío, que pare ese entonces estaba muy desmejorado, a penas si podía caminar. En esos cinco días que él faltó, mi tío estiró la pata. Como si hubiera esperado ese momento para morirse solo, dignamente, tal y cual como había vivido siempre.
Eran solamente vecinos, pero muy unidos. Parecían un matrimonio. Era gracioso verlos. Uno servicial, y pulcro, el otro grosero y roñoso. Los vi juntos sólo un par de veces, para navidad y para algún cumpleaños. Yo le pasaba guita todos los meses, y este tipo se encargaba que no le faltara nada. Creo que era una manera de unir esas dos soledades que los dos llevaban como si fuera un pucho apagado en la comisura.
Cuando el tío murió, me entró la culpa y empecé a visitarlo. Pasaba alguna que otra tarde y charlábamos un poco. Casi a los dos años de la muerte del tío, él se animó a contarme. Era un solterón. Se adivinaba en sus movimientos leves y pausados un cierto refinamiento amariconado. Pero nunca sospeché que le gustaban lo menores.
Yo vivo en un mundo violento, donde veo cosas que repugnan, pero tengo mi propio código moral, como todos. En el mío hay ciertas cosas que no se hacen. Pero no soy quién para condenar a nadie. Haya hecho lo que haya hecho.
Siempre me sentí en deuda. Así que seguí visitándolo después de que me contara de sus manías. ¿Qué iba a hacer? Lo que le debía, se lo debía, más allá de todo. Yo aliviaba su pena de soledad. Gente de ese tipo hay en todos lados. Son discretos, y casi ni se los nota. No es fácil identificarlos. Algunos viven en un ostracismo oscuro y húmedo. Están entregados a practicar un suplicio irredimible. Pagan las culpas con mucha soledad, escondidos en un recóndito agujero, aislados, solos. Esa fue siempre mi manera de pagarle. Escucharlo contar sus atrocidades. Cuando se sintió en suficiente confianza, se abrió a mí. Me usó para extirpar del silencio ese cáncer gangrenado que lo carcomía por dentro.
Era muy inteligente, planificador, detallista. Me contaba cosas que ya había hecho. Nunca me decía algo que pensaba hacer. Hablaba siempre en pasado. Seguramente para que yo no intentara detener algún ataque. A través de sus historias pude identificar un modus operandi, un método. Elegía entre muchas a sus presas. Las observaba de cerca durante bastante tiempo. Su deseo era paciente. Algunos violadores son muy cautelosos porque son cagones. Temen terriblemente que los atrapen. Entonces se toman todos los recaudos.
Viajaba a la provincia, a barrios pobres, bien alejados de su casa. Se iba a plazas o parques los fines de semana. Se sentaba, quieto y silencioso, y lo estudiaba todo: a las nenas y su entorno. A las dos o tres semanas estaba listo para actuar, y actuaba. Su especialidad eran las nenas de seis o siete años, pelo largo, trenzas o colas de caballo, colitas, rubias en lo posible. Me contó que un par de pendejos se cogió. Excepciones a una regla personal.
Los violadores buscan los lugares apartados, las tardecitas o las noches. Él había intentado un tiempo con mujeres, pero algunas tenían incluso más fuerza que él. Una tarde me dijo que una nena es lo más tierno en el mundo. Quiso detallarme y lo paré en seco. No pude soportarlo. Una cosa era que me contara de su maneras de actuar y otra que me diera detalles sexuales. Eso quedó aclarado aquella vez.
Lo que contaba lo revivía. En sus gestos había goce y satisfacción. Viejo puto. De todos modos había en él una especie de arrepentimiento, una culpa religiosa. Pero no podía evitar planificar y llevar a cabo los ataques. Algo interno lo empujaba a violar nenas rubias. Tenía, como muchos locos, una personalidad escindida. Él mismo me contó que luego de violar y huir, ya en la soledad de su casa, se auto consolaba, se acariciaba el hombro izquierdo con la mano derecha, y de a poco se iba calmando hasta que la desesperación de la culpa desaparecía y sólo quedaba un regusto amargo en el paladar. Todo eso hasta que olvidaba. Pero no era que olvidara los hechos, los recordaba bien, podía gozar incluso al rememorarlos; lo que olvidaba era la sensación de culpabilidad. Sus ataques se hacían inconscientes, como si los hubiera soñado o visto en una película vieja.
Sólo una vez lo atraparon, pero se les escapó. Unos vecinos habían reparado en él. desconfiaron desde el principio y lo empezaron a observar. Esa vez había elegido una plaza del conurbano, se tomó dos semanas, hasta que decidió actuar. Cuando se estaba llevando a una nena de seis años para los baños, le cayeron encima y lo re cagaron a palos. Lo dejaron hecho mierda. Tirado en el piso del baño, encerrado con cadenas y candado. Pero cometieron el error de dejarlo ahí solo, sin vigilancia. Y se escapó por una de las ventanas. Tipos como él hay a montones. Flaco, menudo, pelado, con la cara gris y el gesto amargado. Nunca más lo encontraron. Cambió de zona de acción.
Desde ese momento se hizo mucho más cauteloso, se tomaba más tiempo para estudiar los ataques.
¿Cuántas violaciones quedan en la nada? Miles. Sólo unas pocas salen a la luz, y sólo unas pocas de las que salen a la luz terminan con el violador preso. Hay un montón de violadores en cana, peor también hay un montón de violadores sueltos.
Deben de llevar una vida dura, ellos mismos saben que son engendros anormales. Los otros días vi en un noticiero a un padre llorar en cámara, pidiendo justicia para su hijito de cinco años. Un maestro jardinero lo había toqueteado y casi logró penetrarlo. Había algunos indicios que señalaban al maestro como culpable, pero las pruebas no eran suficientes para el juez y el tipo salió en libertad a las pocas horas. Hicieron unos peritajes, pero el nene no habló. Por eso el dolor del padre. Yo me pregunté qué mierda hacía llorando ante las cámaras, dando lástima, yo estaría echando espuma por la boca buscando al hijo de puta para cortarlo en pedacitos. Qué justicia ni justicia.
En un laburo que hice hace un tiempo conocí a los hermanos Fittipaldi. Cachirla y Samacuco, dos violines. Habían estado en cana un par de veces, por otras cosas: Choreos, desfalcos, estafas, pero nunca por violación. Eran dos aparatos tremendos, enormes. Yo estuve encerrado con ellos algo así como dos semanas. Tuvimos que guardarnos por un trabajo que habíamos hecho. Los tres en un departamento de dos ambientes, con whisky, merca y papas fritas. A diferencia del amigo del vecino de mi tío, Cachirla y Samacuco se movían en un ambiente pesado, en donde la violación era uno más de los vicios que alguien podía tener. Ellos le contaban a cualquiera sus hazañas sexuales por los barrios orilleros. Y a mí me contaron un par de cosas. Las tuve que aguantar porque eran dos asesinos. De nada me hubiera servido plantarles algún reparo moral. Eran otro tipo de violador. Más elementales, menos calculadores. Sus víctimas potenciales generalmente son minas solas. Siempre es más probable que los violadores ataquen a mujeres con pelo largo, para tener de donde tironear; con ropa fácil de arrancar; hablando por celular, distraídas, a la madrugada o a la mañana muy temprano, cuando las calles están todavía vacías. Se espera cerca de un baldío o callejón a que aparezca un pajarito para darle alpiste. Si la mina tiene un bastón o un paraguas, es posible que el violador no ataque. Los hermanos eran unos salvajes. Estacionaban el auto, y esperaban tranquilos. Cachirla se bajaba y se apoyaba en el auto con la puerta trasera abierta. Manoteaba a alguna mina que pasara en bábia, y Samacuco sacaba el auto arando. Se la cogían y la dejaban tirada en algún camino. Esa semana me contaron como siete u ocho violaciones. Estaban que se salían de la vaina por salir del agujero en el que estábamos y garcharse otra mina. Los hijos de puta se la enfiestaban. Se la cogían a la vez. Uno por la concha y otro por el orto. La rompían toda. Se hacían chupar la pija y todo. Qué mina se iba a resistir. Dos animales grandotes se cogen a la fuerza a quién quieran.



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miércoles, 1 de octubre de 2008

Apercat Gutierrez- Entrega treinta y dos

No hace mucho me invitaron a un asado en la casa de Morrongo Lafarjat. Me llevó Marcelino Pizano, cliente suyo. Morrongo tiene una casa en el Bajo Flores. El no vine ahí, la usa para armar jodas y relacionar gente. Junta transas con clientes y se asegura de que su negocio siga funcionando. Invita un par de canas, les da de comer, de chupar, les larga buena merca y un par de trolas, y asunto arreglado. Tiene unos cuantos kioscos montados. Sus repartidores venden en plazas, en boliches, bares, escuelas; en todos lodos. Si le desbaratan una red, o le cagan un transa, enseguida extiende las líneas para otra parte. Las redes revientan como hormigueros. Yo de tanto codearme con esta gente he venido estudiando la cosa. Tengo un par de ideas. Me falta decisión y encontrar la gente adecuada con la que trabajar. No es fácil. Soy paciente, tiempo por ahora me sobra. Morrongo está arreglado con la cana de la zona, así que no lo joden y puede facturar tranquilo. Eso es así, la yuta de vez en cuando revienta algún kiosco, desbarata cocinas, o intercepta contrabando. Pero encuentran la décima parte de lo que se mueve. Además parte de la droga incautada vuelve a las calles. Es un negocio redondo. Inseguro y peligroso, pero muy rentable, casi como ningún otro.
Morrongo más que nada vende merca, ketamina y éxtasis. Está forrado en guita. Es negro, alto, gordo y putazo. En el asado estaba uno de los pendejos que se coje. Un flaquito menudo con cara de rata asesina y lujuriosa. Esa noche había unas cuantas personas y canilla libre de todo: chupi, morfi y falopa. Morrongo cumplía cincuenta y cuatro años y estaba decidido a tirar la casa por la ventana. Según me contó Marcelino, tiene unas cuantas propiedades, cinco autos, y una flota de nueve camiones. Con los camiones lava guita. Transporta cereales de los silos de la provincia al puerto. Su domicilio real lo tiene en un semipiso sobre Libertador. Se mueve a lo grande. Pero nunca se olvida de los muchachos. Esa noche festejaba su cumpleaños con los transas que trabajan para él. Un gran conductor. Había toda clase de gente: canas, dealers, travas, unos actores, un par de rockeros, y algunos maricas de la troup de Morrongo. Había también algunas minitas re puestas que le chupaban la pija a cualquiera, incluso a mí. Esa noche estaba bastante cargado y una rubia se ofreció a desagotarme. Me dejó sedado. Después me tomé unos vinos, me fumé un porrito y quedé como nuevo. Ese tipo de reuniones son maravillosas. Uno conoce gente dispar e interesante y además presencia situaciones de todo tipo.
Estaba todo tranquilo, todos iban y venían con vasos en la mano, cagándose de risa, comiéndose un choripán o un pedazo de carne, civilizadamente, por así decirlo. Pero con esta gente nunca reina la calma por mucho tiempo. Uno de los dealers empezó armar un alboroto bárbaro porque según decía un puto le había tocado el culo. El puto acusado, un gordito rubio con cara de nada, juraba y perjuraba que había sido un accidente, que no tuvo la intención, que se había tropezado. Estalló la carcajada general. Estábamos en el patio de la casa. El dealer al ver que todos se le cagaban de risa, le puso un sopapo a mano abierta y el gordito se desparramó en el piso. Morrongo salió en su defensa, ayudó a que se incorporara y arremetió contra el dealer. Le dijo que en su casa todos los culos le pertenecían, y que si no le gustaba se podía ir. El dealer cometió el tremendo error de contrariar a Morrongo y le dijo que era un negro puto de mierda. Morrongo tranquilamente agarró una botella de vino que había sobre una mesa y se la partió en la cara. El dealer empezó a sangrar y a gritar, y se le fue encima a Morrongo que tenía todavía empuñado el pico de la botella. Sin miramientos se la clavó en el estómago repetidas veces.
Lo achuró ahí nomás, delante de todos. Nadie saltó ni dijo nada. Ni siquiera alguno de los canas presentes. Un audaz Morrongo, y también un loco de mierda. Fue a la pileta del quincho con el pedazo de vidrio todavía en la mano, lo lavó bien, se lavo él también las manos, le hizo unas señas a unos tipos que estaban cerca de la parrilla para que se llevaran el cuerpo. Y como si nada siguió la joda hasta las tantas. No sé de dónde sacan esa crueldad estos tipos. A veces me parece demasiado, son muy jodidos. Algunos ni se enteraron de lo que había pasado, estaban entretenidos haciéndose chupar la pija o metiéndose unas líneas, mi amigo Marcelino entre ellos. Cuando vio mi cara recién se dio cuenta de que algo había pasado, pero se desentendió al toque. Los merqueros desarrollan una capacidad egoísta que los hace zafar de cualquier entuerto. Claro que estoy generalizando y sólo hablo de los que yo conozco, pero siempre he observado eso mismo, que ni bien evidencian un problema ajeno, se borran. Y en verdad no está mal que lo hagan. Yo mismo, sin tomar, me rajo cuando la cosa no va conmigo. Para que meterse en problemas ajenos al cuete. Son momentos desestabilizadores, uno no sabe para adónde agarrar, tampoco quedar pegado por cualquier cosa.
Los tipos como Morrongo piden todo el tiempo que se los respete, y se hacen respetar a cualquier costo. Todos se la dan de porongas, esa es la regla común entre los tipos de esa calaña. Están más que jugados. Si no se plantan los pasan por encima. Entre hombres no se puede quedar como cagón. A todo aquel que arruga, después se lo toma de punto y lo descansan todos. En ese tipo de junta aunque uno sepa que va al muere tiene que pelear. Yo prefiero que me caguen bien a palos una vez y no que me agarren para el churrete todos los días.
Esperé un rato y me fui sin que se notara. Me fui solo a mi departamento y no me pude dormir. Di vueltas en la cama. Cuando amaneció tenía los ojos como dos huevos fritos. Me levanté, me hice un café y me puse a ordenar un rato. Esa tarde tenía que pasar por una oficina a buscar unos papeles para Torrencio. Qué vida la mía, de boxeador a cadete. Para mí siempre fue así la cosa: cada vez que Torrencio me llama para hacer algo, estoy firme, al pie. Soy una persona agradecida. Él nunca me dejó en banda. Es por eso que yo hago cualquier cosa que me pida por más insignificante o peligrosa que parezca. Yo nunca le he pedido nada y él siempre un hueso me tira. Si me meto en quilombos por algo suyo, él se ocupa. Claro que nunca hay reaseguro, pero hasta el momento vengo zafando.


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miércoles, 24 de septiembre de 2008

Apercat Gutierrez- Entrega treinta y uno

Si esta mina hablaba me iba a deschabar. Podía empezar a rumorearse que yo era un cagón y peligraría la posibilidad de pelear por el título. En la fiesta me la llevé a un rincón y traté de explicarle que mucho no me convenía que ella contara el episodio de los rusos. Como única respuesta me dio un beso. Me quedé un poco más tranquilo y me dispuse disfrutar de la fiesta. Había mucha gente famosa. Es increíble como le gusta el boxeo a la gente de la farándula. A mí nunca me gustó ese tipo de gente, siempre los traté porque me convenían. De todos modos yo nunca fui famoso, y más que nada siempre los miré de costado.
Yo no creo que el boxeo sea un deporte hermoso. Si bien hay púgiles que parecen esgrimistas, es una actividad feroz y violenta hecha para gente ruda. Pero a muchos les encanta la sangre de los otros. Son como vampiros diurnos que se alimentan del dolor ajeno. Eso los acerca a la felicidad, al íntimo goce. La fiesta estaba llena de ese tipo de gente, gente a la que me parezco.
Había mucha droga y mucho champán. Una combinación perfecta, si lo que se quiere es quilombo. En una de las mesas estaba sentado Torrencio con otros tres tipos muy bien trajeados. Cincuentones rodeados de pendejas increíbles. Le pregunté a la mina si conocía a los tipos que estaban con Torrencio. Colacho Arreguí, secretario general del sindicato de boxeadores, Sereno Cortés, empresario gastronómico y Marsupio Lentina, Comisario de la 38. Los tres eran socios de una pequeña empresa que representaba deportistas: boxeadores y algunos jugadores de fútbol, más que nada. Por ahí conseguían sponsors para el tc. Pero se movían básicamente con jugadores de fútbol y con boxeadores. Tenían a gente metida en varios gimnasios. Se encargaban de enganchar pibes con condiciones, antes de que los agarrara otro. Seguramente estarían tratando alguna cosa con Torrencio. Tal vez cambiando figuritas, armando combates, o algo por el estilo.
A la otra semana fuimos con la mina esta a otra fiesta en el Hotel Intercontinental. Había de todo, hasta un ring en el que habían metido un par de minitas embarradas y también a unos enanos. En otro salón tocaba una banda que hacía covers. Era una fiesta en la que había mucha actividad: se concretaban negocios, se arreglaban algunos asuntos políticos, se cerraban contratos, se traficaban merca y mujeres. Los tres capos que había visto en la fiesta anterior estaban sentados a una mesa también. Esa noche no lo vi a Torrencio. Según tenía entendido había viajado al exterior para arreglar unas peleas. Yo estaba atento, porque en una de esas me tocaba viajar. Estaba entrenando a full y según se comentaba en el gimnasio, Torrencio estaba decidiendo a quién llevar. En la misma mesa estaba sentado Topacio Guerra, un cantante de tango. Un viejo hecho mierda, ni siquiera era la sombra del que había sido en su época de esplendor y éxito. Estaba metido hasta las bolas en las apuestas. Siempre andaba con alguna pendeja que lo vivía. Yo no juzgo a nadie, simplemente hay gente que me gusta y gente que no, gente a la que puedo soportar y otros que me sacan de quicio. Topacio seguía casi todas las peleas, y me había ido a ver unas cuántas veces. Tuvo sus momentos de gloria pero ahora estaba arruinado. Todo lo que tenía lo había tirado a la basura. Se metió en las drogas y en el juego. Siempre mezclado en trifulcas y escándalos televisivos. Calculo que lo aguantaban porque les debía mucha plata. La fruta muy madura no se puede comer y se pudre, pero hay quienes aprovechan todo y hacen compota. Esa noche me topé en el baño con Topacio. Estaba re acelerado el viejo. Me quiso invitar unas líneas, le dije que no, que estaba entrenando, que en unos meses tendría una pelea. Me prometió que iba a apostar por mí. Le agradecí y se metió en uno de los compartimentos. Mientras me lavaba las manos escuché la nariguetada hasta el fondo. No me explico cómo puede aguantar el ritmo alocado de las noches con los años que tiene. En cualquier momento se pasa del otro lado de la raya. Esa noche me crucé con un par de colegas que andaban en la misma que yo: Remolacha Espíndola, Cacique Samudio, y Gallo Riestra. Los cuatros estábamos por pasar a disputar el título. Veníamos muy bien ranqueados. El score de Remolacha era: 20-3- 2, 15 ko, el de Cacique 25-1-3, 21 ko, el de Gallo 21-0-0, 21 ko y el mío 22-2-1, 19 ko. Yo solamente me había enfrentado con Remolacha: empate. Éramos muy pendejos. ¡Qué épocas aquellas! Todo por delante. De los cuatro Torrencio me llevo a mí primero a pelear por el título. El campeón me sentó de ojete en el tercer round. De a uno nos despachó a todos. Después se subieron Remolacha, ko en el primero; Gallo, ko técnico en el cuarto. El único que aguantó los 10 rounds fue Cacique. Dio un gran espectáculo, y hasta lo volteó en el cuarto. Pero lo de siempre. Los fallos parciales se inclinaron por el campeón, que retuvo ocho veces el título de los medianos. Los chicos después siguieron peleando pero no llegaron a nada. Yo me bajé y me puse a laburar para Torrencio. Gallo hoy entrena pibes en un gimnasio de la Paternal, Cacique está en cana por robo a mano armada, y Remolacha es comentarista de box. Cada uno agarró para su lado. Yo no me puedo quejar, mal no me ha ido. Por ahí la pego y me pudo poner el gimnasio. Me encantaría emplearlo a Gallo. A veces nos juntamos a tomar algo, a hablar de aquellos tiempos perdidos, a soñar para atrás.


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Apercat Gutierrez- Entrega treinta

Cuantas cosas caben en un día. Tanto tiempo esperando dentro de un auto, al costado de una puerta, chupando frío sentado en bancos duros, rodeado de tipos con la mirada muerta. Yo ahora mismo podría estar en otro lado, con una mujer al lado, con un par de pendejos para criar, y sin embargo estoy mas solo que la mierda, desconfiando de todos, fingiendo una paz que no siento. Mi tranquilidad está hecha de nervios mordidos. Me despierto por las mañanas con la boca llena de arena. Algún día se me va a salir la chaveta y no sé que podría pasar. Ni yo sé de las cosas que soy capaz.
Ayer me pasó algo curioso, que me hizo pensar. Iba por Belgrano con uno de los autos de Torrencio, me comí la frenada del de adelante y lo toqué. No le rompí mucho, la óptica y le abollé un poco el paragolpes de plástico. El chabón de adelante, un tipo de un metro setenta y cinco mas o menos, macizo, pero no muy corpulento, sé bajó haciendo ademanes, puteándome a los gritos. Yo ya había manoteado la cartera con los documentos del auto, pero me molestó el comportamiento. No me bajé del auto y lo dejé venir. Caminaba por el medio de la calle, haciendo un escándalo bárbaro. Se me plató delante de la puerta y me puteó de arriba abajo. Que cómo mierda no lo había visto, que él había frenado a tiempo para que viera el stop. Le dije que venía distraído, que buscara los papeles y que se arreglaran los seguros. Que quién era yo para decirle lo qué hacer, que por qué no cerraba la jeta, que me bajara si era tan macho. Y bueno. Abrí la puerta de golpe y se la día en la rodilla. Pegó un grito y cayó sentado de culo. Volví a cerrar la puerta. Se paró y se me vino encima, abrí la puerta de nuevo y se la volví a dar en la rodilla. Cuando se levantó otra vez, era una sola puteada, que me iba a matar, bla bla bla, perro que ladra no muerde. Cuando lo tuve relativamente cerca le agarre una muñeca y lo traje contra mí. Se pegó la cara contra el techo, y le metí medio cuerpo dentro del auto. Le puse dos saques cortitos en la nariz, y lo dejé caer otra vez sobre sí mismo. Anoté la patente de su auto y seguí marcha. Lo que me rompe soberanamente las pelotas es que tipos que no se la bancan se hagan los gallitos sin medir a su oponente. Siempre es absolutamente necesario saber con qué bueyes se ara. El que no se la banca, no tiene que plantarse ante nadie, es una pérdida de tiempo, y también de dientes. Lo del auto se lo dejé a Torrencio para que se encargara. Tiene buenos seguros como para que esas cosas le preocupen a un tipo de su poder adquisitivo.
Un peleador no es nada sin la observación. Hay que saber mirar, retener los movimientos corporales, la caladura de las miradas. Eso es elemental. En la mirada se pueden leer actitudes. Los ojos lo dicen todo a la hora de accionar. Tantas veces me he comido los mocos cuando me di cuenta de la seguridad del de enfrente. Cuando los boxeadores se ponen frente a frente para escuchar las advertencias del réferi, ahí, en ese preciso momento, se dirime parte de la pelea. Me acuerdo de Tyson, esa mirada de animal furioso. Más de uno habrá querido bajarse del ring.
No soy de arrugar, generalmente me mando igual, es parte de mi trabajo, llevar las cosas hasta donde tengan que ir. Pero muchas veces me han parado el carro. Recuerdo una noche que salí con una minita de las que exhiben los números del round. Hacía una semana que había ganado una pelea que me posicionaba como candidato para retar al campeón. La mina estaba re buena, y no era ninguna estúpida, como generalmente se piensa de esas chicas. Tenía tan buena charla como buen culo. Todavía no había pasado nada, era la primera salida. En verdad me había llamado por teléfono dos días antes para invitarme a la fiesta de cumpleaños de una amiga, una vedete en ascenso que salía con uno de los guardaespaldas de Torrencio. Yo ya estaba invitado a esa fiesta pero me encantó que me llamara.
Antes fuimos a un bar de Almagro, a tomar una cerveza y charlar un poco. Salimos del bar camino a la fiesta que quedaba a unas cuadras, y vimos a una pareja que estaba discutiendo. El tipo era flaco pero alto y discutía con violencia. La mina parecía asustada. Cuando pasamos a su lado, la estaba zamarreando. Yo me paré en seco y le clavé los ojos. Me preguntó qué miraba. Le contesté que estaba mirando nada más. Hablaba raro, parecía extranjero, polaco, alemán, o algo así. Dimos media vuelta y seguimos caminando. Cuando quise volver a mirar ya estaba encima y me metió un empujón. Me armé y miré unas sillas que había en la puerta de un barcito que yo no había visto hasta ese momento. En esos segundos de análisis posteriores al empujón salieron dos o tres cosos del bar. Uno chiquito, y robusto, me puso la mano en el hombro y me dijo que me quedara tranquilo, que estaba todo bien. También tenía un acento raro. Su forma de mirar me intimidó de una manera extraña. La mina que estaba con el alto que me había empujado ni se mosqueó a todo esto. No aprovechó para irse ni nada, siguió al lado del tipo. Yo me quedé en el molde gelatina, casé a mi mina del brazo y nos fuimos rumbo a la fiesta. Yo en esa época era muy orgulloso. Tranquilamente me habría enfrentado a dos o tres si cuadraba, pero ese petizo me dio miedo. La seguridad en uno mismo lo es todo. Pero siempre y cuando uno sea consciente de los propios límites, sino es una estupidez. En la esquina me enteré por el cana que había visto toda la secuencia, que entre los muchachos del bar había dos o tres campeones panamericanos de Muay thai. Era un bar ruso. Ellos también eran rusos, y todos los fines de semana se chupaban hasta la manija y después buscaban pelea con cualquiera. Era una manera de entrenarse que tenían. Eso me lo dijo el policía, que siempre charlaba con el dueño del bar, un tal Brunof, o algo parecido. Me había salvado de una paliza asegurada.
Esa noche quedé bastante molesto. Uno en este ambiente tiene que mostrarse como el más temerario, las peleas se ganan arriba del ring, eso es verdad, pero comienzan abajo, en los gimnasios, en los trascendidos. Está lleno de correveidiles que trafican información. Siempre se aparece alguno por los gimnasios, toman nota del tipo de entrenamiento, del peso y esas cosas técnicas. Pero también está el chimento. Los problemas familiares, que cotizan casi tanto como los técnicos. Y un boxeador siempre tiene problemas familiares, problemas de ego, y también problemas con la ley. No es tanto mi caso, pero la mayoría de los boxeadores son pobres y tienen hambre. Pelean porque es lo único que pueden hacer. Algunos tienen un don especial, tienen inteligencia, destreza y rigor. Otros, los más, quedan en el camino por cuestiones propias o ajenas. Muchos pierden peleas porque se enfrentan con boxeadores superiores, pero otros pierden simplemente porque la complejidad de la vida que están llevando los excede. Para que el boxeador llegue a su peso, unos tres o cuatro días antes del combate lo tienen a suero y a lechuga. Cuando sube al ring, lo único que quiere es ganar la pelea para sentarse a comer. Ese modus operandi de los entrenadores propone al boxeador como una bestia hambrienta capaz de matar por comida. Al Mono Gatica le preguntaron una vez por su derechazo potente y respondió que cuando tiraba una piña, la piña iba con carro y todo. El boxeador que se sube a un ring está asechado desde abajo por la pobreza, por el hambre.


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