Las mañas de los entrenadores son miles y cual de todas más crueles. Su trabajo es preparar a muchachos pobres con rabia. Resentidos y sufridos peleadores que están dispuestos a dejar la vida en el gimnasio y en el ring, con tal de salir de las cloacas en las que viven.
Días a lechuga, semanas sin coger. Se come, se entrena y se duerme. Se come, se entrena y se duerme. Cuando se sale al cuadrilátero el oponente es un obstáculo. Hay que sacarlo del medio. Se prepara a un boxeador como si fuera un gallo de riña, para que salga a matar. Y muchos salen y matan.
Todo empieza en la calle. Siempre todo boxeador se hace en la calle. La calle lo pone a uno a prueba constantemente. Se debe defender el orgullo, ganar respeto, y también el pan. Somos una casta inserta en la sociedad como están insertos todos. Se nos puede distinguir por las narices chatas, los pómulos encerados, los cortes en las cejas, y en las mejillas. Tipos de veintipico con dientes postizos, los nudillos percudidos, callosos, el cuello de un toro. A la primera de cambio, si alguien se planta, hay que sacarse cadenas, anillos, relojes y hasta la ropa. Esos signos nos distinguen, sabemos cómo hacer las cosas. Estamos acostumbrados.
Yo trato de tomármelo con calma, pero no siempre se puede. A veces hay que actuar más allá de lo civilizado, a veces hay que quebrar un par de huesos. Yo trato de no zarparme. Hago lo justo y necesario. Ahora lo tomo como trabajo, y no doy más de lo que se me pide. Antes, cuando boxeaba, era otra cosa. Ahí están en juego otras cuestiones un poco más espirituales, si se quiere. Pocas veces volví a sentir la sensación de gloria que sentía cuando ganaba una pelea. Uno no cabe dentro de sí. Es un momento religioso, superador. Y también está perder, que es un momento diferente pero también muy intenso. Hay que recibir una buena golpiza para darse cuenta de que está hecho uno verdaderamente.
Subirse a un ring es fabuloso. Los combates son un griterío caótico, y sin embargo se oyen claras las instrucciones del rincón: las marcas técnicas del entrenador, la arenga heroica del segundo. Es increíble lo solo que está uno arriba de un ring. La soledad compartida solamente por el oponente que está en la misma que uno. Pero sin embargo se acuerda un odio momentáneo. Los peleadores se odian a muerte el tiempo que dure la pelea, porque se reconocen como pares, que es lo que son.
Las peleas profesionales son parejas. Los luchadores deben estar en igualdad de condiciones. En la calle no siempre es así. Hay tipos que se zarpan, que no se pueden controlar. A uno le enseñan a pegar después de la campana, pero en la calle es todo tan diferente. Las cosas terribles que he vivido no me las olvido nunca más. Están clavadas en mi cabeza. Me hacen ser cómo soy.
Un buen boxeador absorbe los golpes y los embates del oponente y nunca se amilana. Debe trabajar tranquilo, analizar al rival, estudiar sus movimientos. Si la pelea se complica tiene que estar dispuesto al bloqueo, al clinch. Algunos boxeadores dejan que primé el orgullo, y no saben retroceder cuando la pelea se les hace adversa, cuando el otro parece superior. En esos casos, un boxeador prudente ensucia un poco el terreno si es necesario, para volver luego, eso sí, a usar el ring, a caminarlo, a recuperar el aire, para arremeter, combinar golpes, e ir a fondo. Uno puede entrar con un plan, con una estrategia que no funciona, pero tiene que ser lo suficientemente maleable como para poder cambiar de planteo si la cosa no va bien.
Subirse a un ring es como meterse en otro lugar, en donde el tiempo pasa lentamente. La pelea se ve a otra velocidad. Pero no es el tiempo lo que produce esa sensación de lentitud, es la mente que piensa rápido, que está preparada como lo está la del matemático para pensar en abstracto. Los golpes que entran son bien recibidos, tienen una vibración especial. O nos equivocamos o el otro es mejor. Un boxeador piensa con el cuerpo. Cuando se clava el un dos perfecto hay una especie de felicidad, de libertad.
La gente que grita, estática pero vertiginosa, borracha, enloquecida. Y arriba, el árbitro que es invisible, y un reflejo de uno mismo al frente, esperando noquear. Es uno de los lugares más seguros que conozco. En donde dos hombres se miden de igual a igual, sin armas, con fuerza y técnica, con el don natural con el que nacieron. Dos tipos que entrenan a morir, que todo el tiempo quieren superarse.
Arriba del ring se sienten los golpes que calan hondo, que estremecen toda la coyuntura ósea. Es hermoso. Aguantar contra las cuerdas, salir locheando, jugar al bloqueo, al retroceso, enloquecer al rival, ceder en ataque para respirar y conseguir el aire suficiente para la contra. Recuperar la movilidad después de haber tocado lona, pegar una levantada, y meter tres o cuatro manos limpias. ¡Que hermosura! Suena la campana y se entra en trance. Se está con sigo mismo, en conocimiento pleno de los límites y las posibilidades.
Me acuerdo de una pelea que tuve en la sede del Club Atlético Claypole. Esa tarde pelee contra Fusta Merlo. Era la primer pelea que los dos teníamos sin cabezales protectores. Toda una experiencia. Si bien los dos estábamos acostumbrados a pelear, boxear sin protectores es algo así como saltar sin red. Los dos salimos muy lastimados. Antes las peleas eran un poco más sanguinarias, las reglas eran menos rígidas, más permisivas. Al boxeador siempre se lo cuidó, pero los recaudos se han ido acrecentando con el tiempo. Antes el árbitro dejaba seguir un poco más. Hoy cuando se ve a la vista que uno de los dos se está comiendo una paliza, y nada indica que no se la vaya a seguir comiendo, se detiene la pelea en el acto. El peleador quiere seguir siempre, aunque esté sentado en el piso, grogui. Para eso está el rincón y el árbitro, para decidir en circunstancias tales que el propio peleador no puede manejar. El orgullo, la garra y la necesidad llevan al hombre a arriesgar la vida. Eso en el deporte no debe pasar. Ya demasiado con que pase en la calle.
Esa vez con Fusta nos dimos con en bolsa, a lo grande, hasta hicimos un mano a mano.
En una de las tantas, me tenía contra las cuerdas, yo como podía me defendía. Cada vez que él golpeaba yo arremetía. Todo desde las cuerdas. Me entraba fuerte, pero yo tenía la guardia alta y no lo dejaba penetrar. Hasta que me calzó un gancho fuertísimo al hígado, que me hizo bajar la guardia por un segundo, porque había sentido el impacto, y ahí nomás mandó gancho de derecha, uppercat de izquierda para abrirse paso por entre mis guantes, y por último uno recto a la pera. Se acabó la historia. Me sentó y no me pude levantar. Qué bien me la hizo. Un peleador con inteligencia, que no tira golpes al bulto, que calcula dónde meter la mano. Siempre me han gustado ese tipo de boxeadores: Monzón, Loche, Ray Sugar Leonard, Durán, Cogi, Palma. Tipos con un plan. Con un don natural, y con una gran preparación también. Fusta podía habar llegado a campeón fácilmente, y casi lo logra. Lo mataron en una pelea callejera, un mes antes de que retara la corona. Cuando empezó a ganar peleas se agrandó como sorete en kerosén. Se hizo el pillo con unos tipos con los que no se tenía que meter. Lo buscaron, lo encontraron y lo mataron. Como suelen terminar algunas cosas que nacen descuajadas de ante mano. Ese es un defecto muy común entre algunos boxeadores. Se la creen demasiado, y eso los hace cagar, tarde o temprano. Salvo que se sea Mohamed Alí. Y nadie es Elvis más que Elvis, nadie es Maradona más que él mismo. Hay que comerse el ego. Pero el ego es un músculo que se ejercita y que crece, se hace fuerte, poderoso. Hay tipos a los que no les gusta perder, y se quieren matar cada vez que los voltean. Hay que aprender a sobreponerse a la derrota. Hay que entrenar más y más para superarse. La fuerza también se mide en capacidad de soportar el dolor. Un buen boxeador sufre puertas adentro, con las manos en un balde con hielo.
La vez que reté al campeón y me mató, sentí que ya no podía servir para nada. Sentí humillación. Me di cuenta de que yo no era bueno para el box deportivo. Sé pelear muy bien y me la banco, pero arriba del ring hace falta más. Muchos tocan la guitarra, pero no todos la tocan bien. Es algo así. ¿Para qué seguir si no se es lo suficientemente bueno? Se dan muchos factores para que un boxeador pierda una pelea. Los factores contrarios a los que se dan para que el otro boxeador la gane. Siempre hay uno más fuerte. Hay miles y miles de tipos mejores que uno. Se es lo que se es, hay aceptarlo. Yo aprendí quien soy aquella noche en la que el campeón me bajó de un derechazo. Me tiró tres veces, y yo me le levanté las tres. Estaba poseído. Quería ganar la pelea a toda costa. No se la llevó de arriba, algunas hice. En una envestida le calcé dos manos: un uppercat y un cross. Y las sintió a las tres, si hasta se le aflojaron las rodillas. Pero sonó la campana justo, así que no lo pude rematar. Hubiese sido otra historia, tal vez, quién sabe. Cuando salió al quinto round, me quería comer crudo. Nos sacudimos de lo lindo. Yo estaba envalentonado y no me quedé atrás, le seguí tirando, y algunas emboqué. Pero en un intercambio me calzó dos seguidas que me hicieron temblar hasta el culo, y me le quedé mirando, con la guardia baja, sin fuerzas para levantar los brazos y cubrirme, ni para escapar con cintura. Y en ese abandono también había libertad. Estaba quieto, al descubierto, esperando que me partiera. Habrán sido tres, cuatro, o cinco segundos, a lo sumo, pero para mí fue una eternidad. Hasta que tomó distancia y me calzó un cross potente que me tiro contra las cuerdas. Tuvo todo el tiempo del mundo. Sacó un golpe perfecto, de manual. Pasé por entre la segunda y la tercer cuerda, y caí de culo los noventa centímetros que separaban al tablado del piso del gimnasio. Que buena mano me metió. Por algo era el campeón. Fue preciso y certero. Yo me tomé esa sacada del ring como algo definitivo y fatal. No quise más.
Durante un tiempo traté de estar cerca del box. Trabajé como sparring. Era bueno. Un sparring debe ir a menos, debe dejarse pegar. Algunos no se bancan que les toquen la cara. El sparring tiene que darle trabajo al boxeador, mostrarle posibles complicaciones. Un buen sparring nunca tocando a fondo, marca los golpes, no mete manos profundas, para evitar toda posibilidad de lastimar al otro.
Me acuerdo del Viejo Sarramone, un entrenador que tuvimos en un gimnasio de Floresta. El tipo trabajaba mucho con el sparring, señalándole las flaquezas del otro, para que buscara por ahí. Hacía un muy buen trabajo con los chicos. Les enseñaba a leer los movimientos, los preparaba bien. Pero por sobretodo les enseñaba a aguantar el dolor. Eso es principal en un sparring. El viejo veía algún borrego con condiciones, le tiraba uno pesos y los metía a pelear. Me acuerdo que pagaba diez pesos el round aguantado. Los fogueaba y de paso hacía su trabajo con el boxeador que estaba preparando. Si un sparring tenía pasta se buscaba a otro para reemplasarlo y a ese lo entrenaba para sacarlo a pelear. Ese era el arreglo que tenía en el club con un par de representantes que le tiraban algo extra si los pibes ganaban. A él le gustaba entrenar, jamás se hubiera metido en el loquero de los negocios que del box.
Mi tío era amigo de él. En su juventud se habían enfrentado dos veces. La primera la ganó mi tío por puntos, la segunda el Viejo Sarramone, por Ko técnico en el cuarto. El ganador de esa pelea, pelearía contra el favorito de la Provincia de Buenos Aires. Sarramone ganó después el título sudamericano y hasta ahí llegó.
Mi tío siguió otros caminos. El mismo contaba una y otra vez que había hecho guantes con Goyo Peralta, semanas antes de que peleara contra Bonavena en el 65. Había acompañado a un amigo suyo al club donde entrenaba Goyo Peralta. Mi tío era muy parecido físicamente a Peralta. Cuando Goyo lo vio parado, mirándolo, estaba arriba del ring, y le dijo que se acercara. Eran idénticos. Goyo lo hizo subir al ring le calzó unos guantes e intercambiaron algunos golpes, como si fueran de exhibición. Eso habrá sido solo una anécdota para Peralta, pero para el tío fue quizás la única hazaña que justificó su vida: haber guanteado con Goyo Peralta. Bonavena ganó esa pelea por Ko en el quinto. Era su vuelta de los Estados Unidos, donde había perdido con Zora Foie. Bonavena viajó a Estados Unidos y ganó un par de peleas hasta que empezó a perder. La FAB lo había sancionado y por eso se fue a pelear al exterior. Cuando volvió, la bardeó un poco por televisión, y perdió popularidad. La noche de su vuelta lo chifló todo el Luna Park. El tío me contó esa pelea como cuatrocientas veces.
jueves, 30 de octubre de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario