domingo, 12 de octubre de 2008

Apercat Gutierrez- Entrega treinta y tres

Conocí una guachita divina. Cada vez que la veo, me muero. Es tan linda que duele. Tiene pelo castaño oscuro, lacio. Una carita normal, nada del otro mundo, pero me mira y me fulmina. Y ella lo sabe bien. No me pasa ni la hora. Trabaja de secretaria de un tipo al que siempre le tengo que llevar guita, una o dos veces por mes. Un encargo de Torrencio; un tipo que sabe demasiado. Ex empleado de Américo, abogado de renombre, mediático. Se desvinculó del bufete que asesora a Américo y le tienen que poner unas luquitas al mes para que se quede callado y su vida no peligre. Como un seguro de vida. El silencio es una mercancía muy pero muy cara. El conocimiento es poder. Para Américo es como tener un empleado en ejercicio, que fue leal y fiel mientras perteneció al círculo inmediato. Luego hubo que conservar su lealtad a costa de una cuota mensual. Una manera de agradecerle que se calle lo que sabe, una manera de mantenerlo vivo sin armar ningún alboroto. A la gente se la silencia de dos maneras: con plata o con la muerte.
Esta guachita es la secretaría personal del Doctor Corti. Me vuelve loco. Cuando la veo, empiezo a transpirar, me pongo nervioso, tartamudeo. Termino hecho un pelotudo. Ni siquiera la puedo mirar a los ojos. Me puede. Tiene un poder sobre mí que me haría hacer cualquier cosa por ella. Hace años que no me pasa esto. Si ella me diera la oportunidad. Pero para la pendeja debo ser un gorilón, un robot idiota. Debe tener la conchita pelada, limpia, con gustito a caramelo. No la merezco. Por eso la miro de lejos. Soy un animal de carga que pretende los amores de la hija del dueño de la granja.
La semana pasada llevé un sobre, tuve que esperar un rato a que me dieran otro con unos documentos. Ella estaba sentadita, con un vestidito, unas piernitas; pienso en ella en diminutivo, no puedo evitarlo. Es inútil, pienso y cuanto más pienso más me duele la guacha. Es la imagen perfecta de algo que no puedo tener. Es como correr o pelear en un sueño. Algo que no se puede hacer, que se aferra a la insatisfacción. Un deseo no cumplido. Un dolor profundo. Y no es que esté enamorado, o sí, no sé. Es algo más bien físico. Si fuera un enfermo la violaría. He llegado a pensar que eso es lo que quiero realmente. Pero no soy un degenerado. Si no puedo tenerla, no la tendré. Estoy preparado para sentir dolor. Con el tiempo uno se acostumbra a todo.
Cuando se murieron mis viejos y me fui a vivir con mi tío, en un año nos comimos la guita del seguro. Después nos arreglábamos con la pensión de mi viejo, pero no alcanzaba para nada. El tío nunca tenía un mango. Trabaja en un gimnasio barriendo los pisos, y limpiando las machas de sangre del ring. Pobre viejo, no podía caer tan bajo. Y sin embargo nunca le escuché una queja. De él debo de haber aprendido a aguantar los golpes, el dolor y el hambre. Los sábados a la tarde, hacíamos guantes, y me enseñaba algunos trucos. Pegaba lindo el viejo. Me daba fuerte, para que me curtiera. Estoy terriblemente agradecido de toda esa cátedra. Me ha servido. Qué loco. No pudo evitar que yo agarrara los caminos que agarré, entonces me enseñó a resistir las inclemencias que después iba a padecer, como si el viejo hubiera sospechado la vida que yo iba a tener.
Cuando veo a la pendeja pienso mucho en el tío. No sé por qué. En una de esas porque la pendeja es la imagen de algo imposible. Me produce mucha tristeza saberme incapaz de hacer algo. Cada vez que me siento una mierda, me acuerdo de mí tío que era la imagen perfecta del fracaso. Un tipo duro acostumbrado a perder. Él sí que tenía huevos. Allí donde estuviera estaba entero y no se dejaba atropellar por nadie. Se la daban y lo dejaban con el culo en la vereda, buscando los pedazos de dentadura postiza. Pero se las aguantaba. Tenía el cuero de un tapir, fuerte y resistente. Me encuentro tan parecido. Claro que quiero vivir bien. Pero si me toca que no, me voy a saber adecuar, igual que él. Algunos hombres están preparados para soportar cualquier tipo de penurias, o tal vez sea al revés, las penurias hacen duros a algunos hombres. No sé, la cosa es que hasta ahora siempre me las he arreglado. En las cosas que me hace pensar la pendejita. Tendría que cojérmela de una y listo, se acabó la historia. Pero no puedo, sería demasiado.
Yo conozco a un pedófilo. De vez en cuando lo visito. Es un tipo que conocí hace mucho y que me salvó las papas una vez. Siempre le he estado agradecido. Es un hijo de puta que gusta de coger pendejos o pendejas. De catorce le parecen viejas. Voy a la casa tomamos unos mates y lo escucho. Es mi manera de agradecerle lo que hizo por mí. Él no puede hablar con nadie de lo que hace. Un día, hace mucho, fui a verlo, y me contó. Hasta ese momento no sabía nada. Esa tarde me fui ofuscado, y hasta ofendido. Él me había dado una mano enorme con mi tío. Por cuestiones laborales me fui alejando de él. Al tío no le gustaba mucho lo que yo hacía, ni las juntas que tenía. Era pobre pero honesto. Algo común en muchos de su generación, que soportaron de todo pero nunca se hundieron en la mierda. Y no estaba del todo errado. Yo era pendejo, y de boxeador semi profesional pasé a guardaespaldas mandadero. Empecé a tener guita en el bolsillo, a poder pagarme lo vicios, cosa que antes no podía. Una noche discutimos fiero y me fui a la mierda. Me enojé muchísimo con él. Hoy veo las cosas de otro modo, pero en ese momento yo me sentía el dueño de la verdad. Y la familia es la familia, más allá de lo que uno piense o deje de pensar.
Este tipo estuvo con mí tío casi hasta el día de su muerte. Para esa fecha, se había enfermado y no había podido atender al tío, que pare ese entonces estaba muy desmejorado, a penas si podía caminar. En esos cinco días que él faltó, mi tío estiró la pata. Como si hubiera esperado ese momento para morirse solo, dignamente, tal y cual como había vivido siempre.
Eran solamente vecinos, pero muy unidos. Parecían un matrimonio. Era gracioso verlos. Uno servicial, y pulcro, el otro grosero y roñoso. Los vi juntos sólo un par de veces, para navidad y para algún cumpleaños. Yo le pasaba guita todos los meses, y este tipo se encargaba que no le faltara nada. Creo que era una manera de unir esas dos soledades que los dos llevaban como si fuera un pucho apagado en la comisura.
Cuando el tío murió, me entró la culpa y empecé a visitarlo. Pasaba alguna que otra tarde y charlábamos un poco. Casi a los dos años de la muerte del tío, él se animó a contarme. Era un solterón. Se adivinaba en sus movimientos leves y pausados un cierto refinamiento amariconado. Pero nunca sospeché que le gustaban lo menores.
Yo vivo en un mundo violento, donde veo cosas que repugnan, pero tengo mi propio código moral, como todos. En el mío hay ciertas cosas que no se hacen. Pero no soy quién para condenar a nadie. Haya hecho lo que haya hecho.
Siempre me sentí en deuda. Así que seguí visitándolo después de que me contara de sus manías. ¿Qué iba a hacer? Lo que le debía, se lo debía, más allá de todo. Yo aliviaba su pena de soledad. Gente de ese tipo hay en todos lados. Son discretos, y casi ni se los nota. No es fácil identificarlos. Algunos viven en un ostracismo oscuro y húmedo. Están entregados a practicar un suplicio irredimible. Pagan las culpas con mucha soledad, escondidos en un recóndito agujero, aislados, solos. Esa fue siempre mi manera de pagarle. Escucharlo contar sus atrocidades. Cuando se sintió en suficiente confianza, se abrió a mí. Me usó para extirpar del silencio ese cáncer gangrenado que lo carcomía por dentro.
Era muy inteligente, planificador, detallista. Me contaba cosas que ya había hecho. Nunca me decía algo que pensaba hacer. Hablaba siempre en pasado. Seguramente para que yo no intentara detener algún ataque. A través de sus historias pude identificar un modus operandi, un método. Elegía entre muchas a sus presas. Las observaba de cerca durante bastante tiempo. Su deseo era paciente. Algunos violadores son muy cautelosos porque son cagones. Temen terriblemente que los atrapen. Entonces se toman todos los recaudos.
Viajaba a la provincia, a barrios pobres, bien alejados de su casa. Se iba a plazas o parques los fines de semana. Se sentaba, quieto y silencioso, y lo estudiaba todo: a las nenas y su entorno. A las dos o tres semanas estaba listo para actuar, y actuaba. Su especialidad eran las nenas de seis o siete años, pelo largo, trenzas o colas de caballo, colitas, rubias en lo posible. Me contó que un par de pendejos se cogió. Excepciones a una regla personal.
Los violadores buscan los lugares apartados, las tardecitas o las noches. Él había intentado un tiempo con mujeres, pero algunas tenían incluso más fuerza que él. Una tarde me dijo que una nena es lo más tierno en el mundo. Quiso detallarme y lo paré en seco. No pude soportarlo. Una cosa era que me contara de su maneras de actuar y otra que me diera detalles sexuales. Eso quedó aclarado aquella vez.
Lo que contaba lo revivía. En sus gestos había goce y satisfacción. Viejo puto. De todos modos había en él una especie de arrepentimiento, una culpa religiosa. Pero no podía evitar planificar y llevar a cabo los ataques. Algo interno lo empujaba a violar nenas rubias. Tenía, como muchos locos, una personalidad escindida. Él mismo me contó que luego de violar y huir, ya en la soledad de su casa, se auto consolaba, se acariciaba el hombro izquierdo con la mano derecha, y de a poco se iba calmando hasta que la desesperación de la culpa desaparecía y sólo quedaba un regusto amargo en el paladar. Todo eso hasta que olvidaba. Pero no era que olvidara los hechos, los recordaba bien, podía gozar incluso al rememorarlos; lo que olvidaba era la sensación de culpabilidad. Sus ataques se hacían inconscientes, como si los hubiera soñado o visto en una película vieja.
Sólo una vez lo atraparon, pero se les escapó. Unos vecinos habían reparado en él. desconfiaron desde el principio y lo empezaron a observar. Esa vez había elegido una plaza del conurbano, se tomó dos semanas, hasta que decidió actuar. Cuando se estaba llevando a una nena de seis años para los baños, le cayeron encima y lo re cagaron a palos. Lo dejaron hecho mierda. Tirado en el piso del baño, encerrado con cadenas y candado. Pero cometieron el error de dejarlo ahí solo, sin vigilancia. Y se escapó por una de las ventanas. Tipos como él hay a montones. Flaco, menudo, pelado, con la cara gris y el gesto amargado. Nunca más lo encontraron. Cambió de zona de acción.
Desde ese momento se hizo mucho más cauteloso, se tomaba más tiempo para estudiar los ataques.
¿Cuántas violaciones quedan en la nada? Miles. Sólo unas pocas salen a la luz, y sólo unas pocas de las que salen a la luz terminan con el violador preso. Hay un montón de violadores en cana, peor también hay un montón de violadores sueltos.
Deben de llevar una vida dura, ellos mismos saben que son engendros anormales. Los otros días vi en un noticiero a un padre llorar en cámara, pidiendo justicia para su hijito de cinco años. Un maestro jardinero lo había toqueteado y casi logró penetrarlo. Había algunos indicios que señalaban al maestro como culpable, pero las pruebas no eran suficientes para el juez y el tipo salió en libertad a las pocas horas. Hicieron unos peritajes, pero el nene no habló. Por eso el dolor del padre. Yo me pregunté qué mierda hacía llorando ante las cámaras, dando lástima, yo estaría echando espuma por la boca buscando al hijo de puta para cortarlo en pedacitos. Qué justicia ni justicia.
En un laburo que hice hace un tiempo conocí a los hermanos Fittipaldi. Cachirla y Samacuco, dos violines. Habían estado en cana un par de veces, por otras cosas: Choreos, desfalcos, estafas, pero nunca por violación. Eran dos aparatos tremendos, enormes. Yo estuve encerrado con ellos algo así como dos semanas. Tuvimos que guardarnos por un trabajo que habíamos hecho. Los tres en un departamento de dos ambientes, con whisky, merca y papas fritas. A diferencia del amigo del vecino de mi tío, Cachirla y Samacuco se movían en un ambiente pesado, en donde la violación era uno más de los vicios que alguien podía tener. Ellos le contaban a cualquiera sus hazañas sexuales por los barrios orilleros. Y a mí me contaron un par de cosas. Las tuve que aguantar porque eran dos asesinos. De nada me hubiera servido plantarles algún reparo moral. Eran otro tipo de violador. Más elementales, menos calculadores. Sus víctimas potenciales generalmente son minas solas. Siempre es más probable que los violadores ataquen a mujeres con pelo largo, para tener de donde tironear; con ropa fácil de arrancar; hablando por celular, distraídas, a la madrugada o a la mañana muy temprano, cuando las calles están todavía vacías. Se espera cerca de un baldío o callejón a que aparezca un pajarito para darle alpiste. Si la mina tiene un bastón o un paraguas, es posible que el violador no ataque. Los hermanos eran unos salvajes. Estacionaban el auto, y esperaban tranquilos. Cachirla se bajaba y se apoyaba en el auto con la puerta trasera abierta. Manoteaba a alguna mina que pasara en bábia, y Samacuco sacaba el auto arando. Se la cogían y la dejaban tirada en algún camino. Esa semana me contaron como siete u ocho violaciones. Estaban que se salían de la vaina por salir del agujero en el que estábamos y garcharse otra mina. Los hijos de puta se la enfiestaban. Se la cogían a la vez. Uno por la concha y otro por el orto. La rompían toda. Se hacían chupar la pija y todo. Qué mina se iba a resistir. Dos animales grandotes se cogen a la fuerza a quién quieran.



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1 comentario:

despojada dijo...

te sigo leyendo... y cada vez me gusta mas... los trapos sucios luego en papel y con crítica