martes, 5 de agosto de 2008

Apercat Gutierrez-Entrega tres

El trabajo ya está hecho. Más de lo mismo. Un cuatro de copas que quiere jugar en primera. Un negocio que se concreta y la plata del arreglo que no aparece. Yo tengo mi estilo: trabajo solo y trato de no llamar demasiado la atención. Estudio los horarios que generalmente se me dan, observo la rutina del tipo, y cuando encuentro un momento que creo oportuno, me mando. Soy rápido y claro. Les hago saber por qué se me contrató, y les pido que hagan lo que tienen que hacer. Siempre les doy 48 horas. Por suerte casi todos cumplen y no tengo que verlos de nuevo. Se han dado casos en que he tenido que volver. Nunca es personal, pero me da mucha rabia que no me hagan caso la primera vez. Les caigo de sorpresa, los miro un segundo a los ojos, y después hago lo que mejor sé hacer. Nunca se me fue la mano, soy un matón, no un asesino. Sé donde golpear para que duela y no deje marcas.
A veces me tocan laburos aburridos. Cuidar a alguno, servirle de escolta. Políticos entreverados en negocios sucios, empresarios mezclados en política. Se pasa mucho tiempo al pedo. Se fuma un montón, se toma demasiado café, a veces unas líneas. Yo por lo general siempre ando con un librito como para matar el aburrimiento. Es muy buena la paga y contadas veces hay que entrar en acción.
Estoy ahorrando para salirme de esto y ponerme un buen gimnasio, a todo trapo. Me gustaría volver a entrenar pibes con condiciones. Con eso sería feliz.
Anoche me volvió a llamar Torrencio, quiere que pase unos días en un country de Pilar, cuidando a la esposa de uno que va a estar de viaje. Mañana a la tardecita me pasan a buscar por Rivadavia y Jean Jaures. Siempre he sido precavido, tanto como ellos. Las esquinas en dónde me levantan nunca son las mismas. Sólo los bares se repiten, calculo que en los bares a plena luz del día y delante de gente anónima se sentirán a su placer, haciendo de las suyas sin que nadie lo note. Sólo me pueden contactar a un celular que uso únicamente para esto. Nadie sabe dónde vivo, o eso es al menos lo que creo. De la misma manera que obtienen todos los datos que necesitan de los tipos a los que tengo que apretar, del mismo modo podrían obtener datos míos. Seguro que más de una vez me han mandado a seguir. Vivo solo y no tengo a nadie. Es por eso que puedo hacer lo que hago. Y es por eso tal vez que se me contrata tan seguido. Hay como una seguridad en mi completa soledad. Es mejor para todos que no haya gente inocente mezclada. Estas cuestiones se arreglan casi siempre entre matones y tipos como yo. Un empresario le pide a su jefe de seguridad que contrate un matón para apretar a un político que no está a la altura de las circunstancias. Ese matón contratado va a hacer su trabajo y se las tiene que ver con el guardaespaldas del político. Y siempre es así. Ellos impolutos y nosotros unos contra otros. Son las reglas del juego. Y nadie se queja. Igual hablamos sin saber, porque raras veces tenemos datos ciertos de los que nos contratan e incluso de las víctimas. Se nos da carne podrida adrede, para que no existan conexiones que puedan implicarlos.
Cierto año me metí en un círculo de peleas clandestinas. Se movía mucha plata. A los peleadores sólo les pagaban si ganaban. Eso hacía que las peleas fueran en verdad batallas sangrientas en las que hasta el público participaba. Las apuestas eran muy altas. Había de todo: prestamistas, jugadores afiebrados que habían encontrado en esas luchas una vía de escape para dar rienda suelta a la patología que sufren, ex boxeadores que apostaban guiados por la experiencia que creían tener, empresarios que iban a ver las posibilidades de un negocio creciente.
Los organizadores mezclaban en el ring boxeo con lucha grecorromana; judo con kung-fu o Karate o Tae kwon do, boxeo tailandés con pelea callejera. Y a veces, cuando los retadores lo merecían, respetaban la paridad de disciplinas. Una noche tuve que enfrentarme con el Isleño Amenabar, un matarife oriundo del Tigre. Yo lo tenía sólo de nombre, en sus tiempos de federado era de mi misma categoría, pero había engordado unos diez quilos por encima de mi peso. Era un pegador potente, por lo que me tenía que cuidar de su derecha y entrarle con ganchos y jabs combinados. Las peleas no tenían referí ni campana. La contienda se terminaba cuando uno de los dos, si podía, pedía la toalla o caía a la lona.
Noté mucho miedo en su mirada, pero yo no era el causante de ese miedo, había algo que me excedía. Él era un peleador mucho más temible, pero en ese entonces yo estaba en buen estado. Las apuestas me habían propuesto como el favorito. Lo aventajaba cinco a uno.
Lo mantuve unos minutos a distancia, hasta que se acercó con un directo de derecha que marró. Le calcé dos ganchos seguidos en el riñón que lo dejaron sin aire. Lo tuve a mal traer durante un rato, hasta que se me vino encima y me trabó en clinch. Balbuceaba algo inentendible. Escupió el protector bucal y me dijo que me tirara, que íbamos cincuenta y cincuenta. Había apostado una gran suma a su favor, si no ganaba lo matarían. Me lo saqué de encima y lo marqué con la izquierda mientras ordenaba lo que me había dicho. Esas peleas estaban llenas de entuertos. Sabía que muchos de los boxeadores que peleaban y se enredaban en las apuestas terminaban en los obituarios con velatorio en la confederación. No estaba dispuesto a perder, necesitaba la plata que se me pagaría, y me dispuse a ganar la pelea. Avance, y lo retuve entre las cuerdas, le di en todos lados pero no caía. Lo tuve cerca del Ko más de tres veces, pero no logré voltearlo. Era duro. En un intercambio de golpes retrocedí hasta el centro del ring y me calzó un recto a la pera que me sentó de culo. Me paré y me volvió a voltear con un zapallazo en la mandíbula. Me paré nuevamente y fui al clinch. Pero fue inútil, me empujó y cuando avancé para armarme me calzó un cross. Desperté en el vestuario, solo y con los guantes puestos. Al otro día me llamó por teléfono para darme la parte que supuestamente me correspondía. La acepté. Andaba corto y esa plata me venía bien. Me llamó al tiempo para meterme en otro circuito de peleas, me propuso un par de negocios, pero yo ya estaba metido en otra cosa, y tuve que decirle que no. Hubiese sido mi oportunidad de devolverle el favor, pero cuando se está en el día a día, arriesgándose, lamiéndole el culo al peligro, la moral se distorsiona y se pierden los pocos escrúpulos que uno tiene.


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3 comentarios:

Gregorio Durazno dijo...

Tiene pensamientos muy claros este tipo, y buen bocavulario... me intriga su origen.

despojada dijo...

los escrúpulos los lleva perdidos desde la primera entrega. Coincido con Gregorio Durazno.. sería interesante conocer su origen.

Gregorio Durazno dijo...

vamooos!!! que le depara el destino a Gutierrez? que libros lee mientras hace trabajos aburridos en los que tiene que esperar mucho????