miércoles, 13 de agosto de 2008

Apercat Gutierrez-Entrega cinco

Una vez me tocó pelear con un tipo que me dio verdadero terror. Se llamaba Judas Rey. Un hijo de puta el que le puso el nombre sabiendo el apellido. Judas trabajaba para un político sindical. Antes era barra brava de un equipo de la C, creo que de Villa Dalmine. Terrible animal. Era capaz de sacarse de encima a cuatro sin ensuciarse. Tenía una pequeña debilidad que yo conocía porque entrenó en un gimnasio que frecuenté durante un tiempo. Tenía un ojo fijo, de vidrio. Por eso la saqué barata la vez que me lo crucé. Muchos de los que se tienen que agarrar con él, si saben del ojo, le entran siempre por ese lado, el problema lo tiene en el ojo izquierdo. A los derechos nos queda de maravilla.
Perdió el ojo en una pelea profesional. Era semifondista, tenía condiciones. Se cuenta que el otro se había puesto algo en el guante, una cabeza de clavo, una gillette. Hay algunos locos que se hacen poner eso en un solo round, para herir de sangre al oponente. Terminado el round, ya en el banco, cuando le limpian la sangre cae en la cuenta que no ve. Tiempo más que suficiente para sacar el objeto cortante del guante, y listo. Todo cierra. Pero no sé, yo nunca vi cosa igual. Vi sanguinarios arriba del ring, pero nunca algo semejante.
Nos encontramos con Judas en la puerta de una discoteca. Yo estaba en esa época con el hijo del Delegado general de otro sindicato. El pendejo que se zarpa con el tipo que estaba con Judas, y se armó. Judas lo cazó al pendejo del cogote, yo que se lo saco y terminamos los dos, frente a frente, mientras los otros, los verdaderos implicados, miraban la peleíta. De una, Judas me calzó un codazo en la mandíbula que me dejó un poco mareado; en seguida nomás, me plantó la suela en el pecho y me hizo recular como dos metros. Cuando me paré, se me venía encima, era un tipo rápido y expeditivo. Estas cosas deben ser así, no podemos armar grandes quilombos. Siempre alguno llama a la cana y no hay que exponer a los clientes. Lo esquivé y lo hice pasar de largo, y cuando lo tuve de espaldas por el envión, me le fui encima y le metí una rodilla en los riñones. En seguida, ni bien me afirmé con los dos pies en el suelo, le puse dos manos en la nuca, y esperé que cayera. Se dio vuelta como sí solo hubiera pasado de largo, y los golpes estuvieran en mi imaginación. Cuando se me plató, lo miré a los ojos, y ahí me acordé de él. Vi el ojo brilloso, la mirada muerta. Y cambié al instante la táctica de pelea. Me le paré como zurdo, para confundirlo, él esperaba que mi derecha sólo marcara, y en cambio le ponía dos o tres manos rectas seguidas, y calzaba ganchos con la izquierda. Quiso reaccionar, tiró un par de golpes al aire, pero ya estaba, fue cuestión de segundos. Cuando lo volví a calzar con la derecha y sentí la cara blanda, me paré, esta vez sí como derecho y lo re cagué a trompadas. Era todo un logro ganarle a uno que tuviera tanta fama de gran peleador.
Es hermoso meter un par de piñas bien puestas, sentir que el otro por fin cae. Es toda una cuestión de ego y de orgullo. Sé, y admito, que es bastante extraño, pero cada vez que peleé sentí eso. Pero antes que eso está la adrenalina que sube, las dudas, el miedo asechando, los nervios tensos, las ganas internas de salir a matar, todo mezclado, en un estado terriblemente maravilloso. Cada una de las veces que me subí a un ring, y cada vez que me agarré con alguno, ya sea por gusto propio o por trabajo, me sentí verdaderamente vivo.


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