martes, 19 de agosto de 2008

Apercat Gutierrez- Entrega ocho

El boxeo no te sirve de nada cuando alguien pela un fierro. Es una cagada, tanto entrenar y entrenar para que venga un vago de mierda y te pegue cuatro tiros a quemarropa.
Me enoja mucho que nos tengamos que andar cuidando de los que usan armas, usándolas uno también, para defenderse adecuadamente. En mi oficio, si no se aprende a usar un arma se está muerto de entrada. A mi no me gustan las armas de fuego. Prefiero la pelea a mano limpia, a lo sumo armas blancas, navajas o cuchillos, para lo cual se requiere también cierta técnica y aprendizaje. En cambio cualquier idiota te pega un tiro sin preguntar. Siempre respeté a los cuchilleros que salen a la calle con una faquita y te despellejan a cualquiera. Hace un tiempo, en una jornada de entrenamiento y capacitación de una agencia en la que se desarrolló un sistema total de combate, aprendí a usar la sevillana. Una hermosura sentir la hoja cortar el aire. Ese zumbido es musical.
Una vez me tocó ver una muerte terrible. Yo estaba con un tipo, un pesado del peronismo. Estábamos en un bar por unos negocios que había que cerrar. A mi me había mandado Torrencio, para que estuviera todo bien y para que lo pudiera informar en seguida si aparecía algún problema. El otro tipo se llamaba Tijereta Martínez. Era hombre de Vetusto Roldán, Diputado que cuidaba los intereses de Ameghino Saralegui, empresario metalúrgico y líder sindical. El negocio en el que estábamos como representantes de dos partes intervinientes, trataba de la apertura de unos locales bailables que funcionarían como puteríos. El bar era de Ruperto Santín, y teníamos que hablar con su hombre de confianza, Sorrento Lagarde. Eran las tres de la tarde y el bar estaba cerrado para que nos entendiéramos tranquilamente. Tijereta había venido todo el camino tomando cocaína en el auto que yo manejaba. Era un petizo hijo de puta, yo lo tenía de antes, porque había estado preso con Demetrio Valenzuela, que había trabajado un tiempo con Torrencio. Demetrio había hecho un trabajo con otros cuatro. Uno de ellos cayó. En el tire y afloje con la cana parece que dijo un par de nombres. Cayeron los cuatro en cana en menos de un mes. Demetrio escondió la plata, y le pareció una buena idea protegerse detrás de ese secreto. Uno de los cuatro era Tijereta. Estuvieron unos meses en el mismo penal, pero en distintos pabellones. Demetrio comía en su celda y no salía de ella, salvo raras excepciones. Tijereta arregló con algùn celador y pudo hacer que lo pasaran a la misma celda que Demetrio. Tijereta iba a ser trasferido de penal. Era su oportunidad y no la desaprovechó. Lo pinchó todo, lo tendió en la cama y lo cubrió con una frazada. Todos los días lo meaba un par de veces para que no lo delatara el olor a muerto.
Esa tarde en el bar teníamos que acordar las cuestiones legales del negocio: había que arreglar a unos cuantos. En esa charla de decidía quién arreglaba a quién. Un par de jueces, algunos políticos, las camisarías con jurisdicción en la zona. El que tenía contactos con llegada a los jueces, se ocupaba de coimearlos. El que tenía llegada directa, o a través de terceros, en diputados, se encargaba. El que se entendía con la cana de la zona hacía lo suyo. Tijereta estaba como loco, porque Sorrento Lagarde le había ofrecido café en vez de whisky. Tenía una bronca germinal que siempre terminaba cagando algún laburo. Siempre había que tapar las cagadas que se mandaba. Eso es lo que me había avisado Torrencio cuando me dio las instrucciones. Yo estaba ahí para tratar de que las cosas no se desmadraran. Algo muy pero muy difícil con tipos como Tijereta. Vetusto Roldan lo mantenía entre sus hombres porque era leal y sanguinario. Perfecta fuerza de choque. Era petizo y no valía mucho. Cualquiera con un poco de huevo le podía pegar una revolcada. Pero era vengativo y extremo. Capaz de matar por cosas insignificantes como que le ofrecieran café en vez de whisky. Esa tarde la discusión se fue calentando. No había caso, Tijereta estaba emperrado en que Sorrento lo había tratado de maricón, y él no podía soportarle a nadie que lo llamara maricón. Cuando Sorrento quiso calmar las cosas y explicarle, sonrió, y le dijo que no fuera absurdo, que él no lo trataba de ningún modo, que apenas si lo conocía, y que le ofrecía todo el whisky del local. Pero ya era tarde, la ira ya se había adueñado de la voluntad de Tijereta. Era imposible hacerlo razonar. Tijereta sacó una tijera que siempre llevaba. Se la calzó en los dedos y la abrió, de ese modo los accesos de entrada al cuerpo se duplicaban. Era verdaderamente sanguinario. Sorrento manoteó un chuchillo de uno de los cajones de la barra, y lo enfrentó viendo que la cosa iba para ese lado. Se trabaron en una pelea. La tijera y el chuchillo chocaban y sacan chispa. Le grité a Tijereta para que soltara la tijera, y me tiró un tijeretazos a mí también. Le dijo al otro que lo tenía que matar, que no podía perdonar la ofensa. Se tiraron unos cuantos puntazos, hasta que en una maniobra desafortunada de Sorrento, Tijereta le esquiva la estocada y le clava la tijera en la muñeca, haciendo que el otro arroje el cuchillo. Sin darle respiro tiró otra vez el tijeretazo dándole a la altura de las costillas derechas. Repitió tres veces seguidas el movimiento. En la última lo apartó y le clavó la tijera en el cuello. En ese momento Tijereta me daba la espalda. Me moví rápido y lo tomé por detrás, trabándole los dos brazos, pero se me zafó, y se le fue encima otra vez, le siguió clavando la tijera en el cuello, pero Sorrento ya estaba en el piso, boqueando sangre.
Yo me había calentado de verdad. Estaba loco. Se lo decía a los gritos y él, manchado de sangre, echando espuma por la boca, se empezó a cagar de risa y me dijo que en el mundo había un hijo de puta menos. El negocio se hizo igual. Mandaron a alguien para que limpiara el lugar, se dejaron pasar unos días y se siguió con los preparativos. Se querían abrir tres whiskerías vip en el centro y otras dos en Belgrano. La cosa estaba cocinada, había que reajustar unos detalles, hacer firmar las autorizaciones y listo.
A Tijereta lo mandaron a Uruguay, a arreglar con la gente de un casino. Le dieron plata y tiempo suficiente como para que se tomara unos días y se relajara un poco. Pero eso era imposible para un tipo como él. Hay tipos con una violencia desmedida que aman hacer daño. No pelean sólo por el gusto de pelear, de probarse, de medirse con el otro. Les gusta la sangre y el sufrimiento ajeno. Encuentran agravios y enemigos en todas partes. El que busca encuentra. Y si no encuentra, inventa. La cuestión es hacer sufrir al otro. Si yo me tengo que pelear con alguien que arruga, en ese momento se acabó la historia. Cuando uno se pelea por gusto o porque le quiere dar un escarmiento a alguien, puede pegar una o dos trompadas de más, pero cuando el otro está sometido, ya está, se acabó.
Para tipos como el Tijereta eso no es así. La cosa se termina cuando ellos quieren. Y siempre quieren más.



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