Siempre estoy haciendo cosas para otros. asuntos que mucho no me importan, salvo que se me pague. Pero a veces me encuentro metido en cuestiones que ucho no me interesan. la inercia es tremenda. Los acontecimientos a uno lo arrastran hasta lugares y situaciones increíbles.
Una noche hice hecho un trabajito para mí mismo. Un tipo molestaba a una de las bailarinas de un boliche para el que trabajaba. Habíamos salido un par de veces, nada serio. Más que nada éramos amigos. Me pidió que le diera un susto al tipo que la jodía, y se me fue un poco la mano. Desfiguración de rostro. Me extralimite un poco.
Cuando se enteró, no me dirigió más la palabra, y hasta le contó todo al dueño del boliche, y me tuve que ir. No pueden darse el lujo de tener antecedentes de ese tipo entre los empleados. La gente se asusta con la violencia. Las mujeres más aún. En este trabajo hay que estar solo, qué mujer se banca la vida que llevamos.
Inconscientemente se me pegó la culpa. Si hasta le pedí perdón a la mina y todo. No me acuerdo si esa noche u otra soñé que me mataban a palos. Algo así como cinco o seis tipos, en un callejón, dándome batazos en la cabeza. Me desperté escupiendo sangre y dientes. Eso me dejó pensando un tiempo. Antes cuando boxeaba tenía un sueño recurrente. Siempre aparecía metido en otros sueños, en alguna noche de la semana anterior a las peleas. Inseguridad, tal vez, o miedo. Algo de eso era. Siempre la misma escena soñada: estaba peleando con un oponente desdibujado. Me golpeaba pero yo no podía defenderme ni pegar. No tenía brazos. Me destrozaba la cara. Algo me impedía caer. Tenía las piernas duras, sin articulaciones. No había árbitro. No había nadie en el rincón tampoco, ni segundos ni asistentes. La sangre que me chorreaba por la cara velaba a mi oponente, no podía verlo. Me lanzaba golpes terribles con los dos brazos. Ese sueño me impresionaba mucho. Desde que dejé de pelear que no aparece.
Estamos preparados para la violencia, pero sabemos muy bien como evitarla. Lo que pasa es que un poco nos gusta, esa es la verdad. Cada uno se jacta de lo que sabe. Sabemos pelear y cuando hay oportunidad de probarlo, es difícil contenerse. Luego cuando una va profesionalizándose se empieza a cuidar y ya no se pelea tanto en la calle. Qué lindo es medirse con alguien. Pararse delante de alguno y abandonarse al instinto.
Mi tío decía que el box le había dado sentido a su vida. Era lo único que le gustaba de verdad. Los sábados a la noche, metido en su casa, mirando las peleas por televisión. Cuando era más joven iba alguna que otra vez al Luna Park.
Yo creo que para él el box era juventud. Pura promesa. Es hermoso ver a dos tipos dándose, con técnica, con inteligencia, con guapeza. Nunca aceptó el paso del tiempo. Los años repercuten directamente en el cuerpo. Mierda, va a ser horrible. A veces volvía tarde, borracho y a la miseria. A los sesenta años todavía se hacía el malo. Es algo que no se pierde nunca. Una vez entré al bar alque iba todas las noches. la vejez establece rutinas inamovibles. Me senté un rato, a tomar una cerveza, para ver cómo era la cosa. Enseguida cayó el tío. Ni me vio. Se sentó a la barra y pidió ginebra. Era un bar de viejos. Todos iguales a él. Se insultaban de mesa a mesa, se tomaban el pelo. Así se comunicaban, hasta que con el correr de las horas el alcohol les inflaba las venas, alguno se desmadraba, y empezaban las piñas. La noche que yo fui, pasó eso mismo. No me metí. Yo había ido para partirle la cara a alguno de los que lo cagaban a trompadas todos los fines de semana. Pero eran viejos, entre ellos se entendían. No podía hacer nada.
La cosa es simple. Parezco reduccionista, o que le quito valor a algo tan serio, pero es así. Cuando se ha estado frente a tipos que lo único que quieren es matar todo se reduce a mantenerse en pie. Se está más despierto que nunca. Es necesario redoblar la apuesta, ir para adelante sin importar lo que pase, la sed ciega y salvaje del orgullo animal. El otro a un palmo de distancia. Hay que controlar y golpear. Si se tiene definición y contundencia puede que se salga airoso. Un poco golpeado: la calle es muy diferente al gimnasio. La bolsa no contrarresta los golpes que uno le da. Yo soy muy económico a la hora de agarrarme con otro. Trato de esperar con la guardia alta, los pies plantados. Generalmente tres cuatro golpes y hay derribo. Están los que se levantan todo el tiempo, una y otra vez. Es la cagada de pelear de noche con cualquiera. Algunos están muy pasados de rosca. Eso los envalentona y se creen indestructibles. Una noche estaba con un amigo en una bar de Nazca y Rivadavia, y se estaban dando como en la guerra. Botellazos de vereda a vereda, un desastre. En eso caen tres tipos grandotes y se nos plantan. Nosotros estábamos mirando nada más. Mi amigo se cagó hasta la patas, era un vecino mío, separado hacía poco. Me había tocado el timbre para ver si lo quería acompañar a dar una vuelta. Yo estaba solo, mirando una película en el cable, me pegué un baño y lo acompañé. Les dije a los tipos que no queríamos problemas, pero uno se le fue directo a mi vecino, le puso una mano y lo desparramó en la vereda. Yo me les fui a los otros dos. No me dieron mayores problemas. A uno le metí un low kick en el muslo y cuando bajó un toque la cabeza le calcé un cross a la pera, y al piso. El otro se me tiró encima y me agarro por detrás. Fácil también: nucazo en la nariz, un codazo en las costillas de la derecha, otro en las del lado izquierdo, media vuelta y gancho al mentón. El otro, el que había noqueado a mi vecino me estaba esperando, era un poco menos grandote que los otros dos, pero estaba mejor plantado, parecía tener más experiencia. Nos trabamos en una mano a mano. Le entré por todos lados, era hermoso. Estaba pasado de merca. Lo volteaba y se volvía a parar, así hasta que ya no se le notaba la cara, la tenía bañaba en sangre, ahí me avivé y le calcé dos ganchos seguidos en el hígado, se doblo sobre sí mismo y ahí quedó, boqueando como un pescado fuera del agua, tratando de respirar. Mi vecino no lo podía creer. Se había levantado y había visto toda la pelea. Lo llevé a la casa y me fui a dormir. Al otro día el loco iba a tener algo que contar en la oficina.
miércoles, 27 de agosto de 2008
martes, 26 de agosto de 2008
Apercat Gutierrez- Entrega quince
Anoche el Cholo me llevó a una casa en dónde iban a tocar unas bandas. Una especie de centro cultural clandestino. No suelo ir a ese tipo de lugares pero el Cholo se quería levantar una minita que cantaba en una de las bandas. Le hice la gamba y fuimos. El lugar no es grande, una salón en donde tocan las bandas, un pequeño patio cubierto, con barra y una terraza a la que se puede ir a fumar. Me aburría como un hongo y subí a fumar un pucho. Había gente en la terraza, fumando, con vasos de cerveza en la mano. Estuve un largo rato, mirando el pedacito de cielo que dejan ver los edificios laterales. La escalera era estrecha, no sé qué me pasó, resbalé y di la cabeza con los últimos escalones.
Sangraba y veía la cara de los que se acercaban, la cara del Cholo, blanca como un papel, haciéndole señas a los que llegaban y preguntaban, a los que expresaban sorpresa o impresión. Sabía que estaba sangrando bastante y que el golpe había sido duro, el shock me duró u rato largo . No me veía y usé como referencia los rostros preocupados de los demás y me empecé a preocupar yo también. Llegó
la ambulancia y me llevaron a la clínica. En la guardia me preguntaban cómo estaba. Yo les pedía que me dijeran ellos a mí cómo estaba. No sentía ningún dolor. Un poco de vergüenza. Tantas peleas encima y me la vengo a dar contra un escalón. Eso si que es un chiste. Tengo golpes y costuras por todos lados. Tuve quebraduras expuestas, esguinces, pero esto es diferente. En verdad estaba cagado hasta la patas. Un accidente hace reflexionar. Desestructura. Lleva a pensar en muchas cosas juntas. Un accidente moviliza, sacude. Yo no sé si desacomoda u ordena. Es algo fortuito, que le podía haber pasado a cualquiera, pero me pasó a mí. No hay culpa y sin embargo todavía siento una molestia en el ego. Que boludo como me vine a caer. Me vieron todos. Deben haber estado toda la noche hablando de mí, comentando los pormenores mientras alguien limpiaba la sangre con un trapo húmedo que iban a tirar a la basura.
Tres puntos, tomografía, recetas e indicaciones y a casa, a dormir hasta el otro día. Lo primero que quise fue mirarme al espejo, ver cómo me había quedado la cara. No debía ser tan grave si me dejaban ir. Pensé que era peor, que me iban a dejar internado, teniendo que pasar toda la noche en vela. La saqué barata. Estoy habituado a las curaciones. Pero qué distinto es que alguien me meta una buena mano o me corte la cabeza de un rodillazo, a resbalarme y caer por una escalera, solo y estúpidamente.
El Cholo no se quiso ir, se quedó en el sillón por las dudas. Le cagué la noche. No me animo a preguntarle qué pasó con la cantante. A esa altura se la debe estar comiendo otro. Le dije que no hacía falta que se quedara, pero insistío. Tengo un vendaje en la frente. El chichón en la ceja un poco impresiona, con hielo va a bajar. Me va a quedar el ojo en compota. Más de lo mismo, nadie lo va a diferenciar. Va a parecer una piña o un codazo. Tengo las manos manchadas de sangre seca. Tiene ese olor marítimo inconfundible. A óxido también. Hacía rato que no olía mi propia sangre. La sangre ajena huele distinto, en este momento no podría definir su olor. Dentro de unos días esto no va a ser más que una anécdota pelotuda. Me va a costar dormirme. O tal vez no. En una de esas se empiezan a aflojar los nervios y me duermo de un saque. Es lo que más quisiera, así dejo de pensar. Mañana tengo que ver a Carmela. La voy a tener que pasar para el domingo que viene. No quiero que me vea así, aunque sé que le gustaría cambiarme la venda y hacerme las curas. En la semana tengo un par de cosas que atender y en verdad prefiero que no me vea así. Todavía no me puedo explicar cómo no puse las manos. Es un palpito instintivo. Cualquier tarado pone las manos si se va de jeta. No sé en qué estaba pensando. Me fui para adelante, peor hubiera sido caer de espaldas y pegar con la nuca, aunque es posible que me sentara de culo y ahí quedara la cosa. Pero me fui para adelante como un gil. Debo haber perdido el equilibrio porque otra cosa no se me ocurre. Es verdad que la escalera de mármol gastado se torna peligrosa con unas gotas de cerveza derramadas en los escalones. Me tenía que pasar y me pasó. Ya no hay vuelta atrás. Me da broca caerme sin que nadie me haya volteado.
Sangraba y veía la cara de los que se acercaban, la cara del Cholo, blanca como un papel, haciéndole señas a los que llegaban y preguntaban, a los que expresaban sorpresa o impresión. Sabía que estaba sangrando bastante y que el golpe había sido duro, el shock me duró u rato largo . No me veía y usé como referencia los rostros preocupados de los demás y me empecé a preocupar yo también. Llegó
la ambulancia y me llevaron a la clínica. En la guardia me preguntaban cómo estaba. Yo les pedía que me dijeran ellos a mí cómo estaba. No sentía ningún dolor. Un poco de vergüenza. Tantas peleas encima y me la vengo a dar contra un escalón. Eso si que es un chiste. Tengo golpes y costuras por todos lados. Tuve quebraduras expuestas, esguinces, pero esto es diferente. En verdad estaba cagado hasta la patas. Un accidente hace reflexionar. Desestructura. Lleva a pensar en muchas cosas juntas. Un accidente moviliza, sacude. Yo no sé si desacomoda u ordena. Es algo fortuito, que le podía haber pasado a cualquiera, pero me pasó a mí. No hay culpa y sin embargo todavía siento una molestia en el ego. Que boludo como me vine a caer. Me vieron todos. Deben haber estado toda la noche hablando de mí, comentando los pormenores mientras alguien limpiaba la sangre con un trapo húmedo que iban a tirar a la basura.
Tres puntos, tomografía, recetas e indicaciones y a casa, a dormir hasta el otro día. Lo primero que quise fue mirarme al espejo, ver cómo me había quedado la cara. No debía ser tan grave si me dejaban ir. Pensé que era peor, que me iban a dejar internado, teniendo que pasar toda la noche en vela. La saqué barata. Estoy habituado a las curaciones. Pero qué distinto es que alguien me meta una buena mano o me corte la cabeza de un rodillazo, a resbalarme y caer por una escalera, solo y estúpidamente.
El Cholo no se quiso ir, se quedó en el sillón por las dudas. Le cagué la noche. No me animo a preguntarle qué pasó con la cantante. A esa altura se la debe estar comiendo otro. Le dije que no hacía falta que se quedara, pero insistío. Tengo un vendaje en la frente. El chichón en la ceja un poco impresiona, con hielo va a bajar. Me va a quedar el ojo en compota. Más de lo mismo, nadie lo va a diferenciar. Va a parecer una piña o un codazo. Tengo las manos manchadas de sangre seca. Tiene ese olor marítimo inconfundible. A óxido también. Hacía rato que no olía mi propia sangre. La sangre ajena huele distinto, en este momento no podría definir su olor. Dentro de unos días esto no va a ser más que una anécdota pelotuda. Me va a costar dormirme. O tal vez no. En una de esas se empiezan a aflojar los nervios y me duermo de un saque. Es lo que más quisiera, así dejo de pensar. Mañana tengo que ver a Carmela. La voy a tener que pasar para el domingo que viene. No quiero que me vea así, aunque sé que le gustaría cambiarme la venda y hacerme las curas. En la semana tengo un par de cosas que atender y en verdad prefiero que no me vea así. Todavía no me puedo explicar cómo no puse las manos. Es un palpito instintivo. Cualquier tarado pone las manos si se va de jeta. No sé en qué estaba pensando. Me fui para adelante, peor hubiera sido caer de espaldas y pegar con la nuca, aunque es posible que me sentara de culo y ahí quedara la cosa. Pero me fui para adelante como un gil. Debo haber perdido el equilibrio porque otra cosa no se me ocurre. Es verdad que la escalera de mármol gastado se torna peligrosa con unas gotas de cerveza derramadas en los escalones. Me tenía que pasar y me pasó. Ya no hay vuelta atrás. Me da broca caerme sin que nadie me haya volteado.
lunes, 25 de agosto de 2008
Apercat Gutierrez- Entrega catorce
A veces tengo ganas de estar en otra parte, de no ser lo que soy. Pero casi siempre la rutina me absorbe, y sigo en el mismo lugar, siendo lo que soy.
Tarde gris, sin nada que hacer. Voy a salir a caminar, a meterme en el domingo como uno más. La gente se parece y se diferencia todo el tiempo. Siempre me ha llamado poderosamente la atención la forma de caminar de la gente en la calle. Las diferentes formas de caminar. Estimo que será parte de la personalidad, tanto como los gestos o los tics. Hay gente con la columna arqueada, suplicante. Otros con el cuello duro, o encorvados y escoleósicos. Hay de todo. Cosas que distinguen a unos de otros y también particularidades que los asemejan. Me encanta salir a caminar tranquilo, sin tener que ir a ningún lado. Generalmente termino en un bar, sentado junto a la ventana, viendo gente ir y venir. Son buenos momentos, me sirven para reflexionar. Un poco me como la cabeza. Pero me sirve.
De vez en cuando paso a ver al Turco Abud. Todo un personaje. Tiene una planta permanente en una Subsecretaría de la Nación. No va nunca. Cuando quiero verlo voy para Paternal. Para en un bar que queda en Nazca y Lascano, a mitad de cuadra sobre Nazca. Los habitués lo conocen como el bar del negro Roma, pero oficialmente se llama La tribu. El Turco es puntero y está casi siempre en ese bar. Anda por el barrio haciendo favores. Si alguien necesita remedios, los consigue. Lo he visto sacar plata de su bolsillo y darle unos mangos a todos los que lo pechan. Esa es su función. Cuando necesita gente para fiscal de mesa o bulto para un acto, la mueve. Apadrinó tres comedores infantiles. En el barrio consigue lo que sea. Siempre se las rebusca. Tiene amistades en todas partes. Hace un trabajo social interesante. Es parte de un engranaje político que funciona perfectamente hace añares. El dice que si la muchachada está conforme hay que bancar la parada. Ahora, cuando los muchachos necesitan algo, se consigue. La tropa tiene que estar cubierta. Si la base es firme, arriba no corre peligro la cristalería. Está metido en un sindicato también. Donde puede morder muerde. Una vez me dijo que si no tocan la heladera, está todo bien. Que todo está en el día a día. No sólo hay que estar tranquilo sino también hay que parecerlo. Hay que trabajar para los de arriba, ser leal y funcional, mientras paguen. Él vive de la política desde los dieciocho años. Y se ha sabido ganar el pan. Tiene la planta permanente, y unos cuantos contratos, con los que banca a la gente que le viene a pedir algo. Mientras la papa se reparta, no hay problemas. Lo escuché varias veces decir que él hace lo que puede pero nunca es suficiente. La gente lo agradece y cuando se la necesita siempre está. También les da trabajo a los que andan más tirados. Saca algunos pibes de la calle. Maneja los corsos, y consigue planes asistenciales. Se dicen muchas cosas de él. Tiene amigos, pero también enemigos. Cuando le roban a alguien en el barrio se lo cuentan y él se encarga. Nada pasa en el barrio sin que él lo sepa.
Una tarde estábamos en el bar, tomando un vermú con ingredientes y lo vinieron a ver por un choreo. Le habían entrado a unos viejos en la casa, y le habían robado de todo. Los viejos mucho no tenían: un par de alhajas baratas, el televisor y una cajita con dos mil pesos que estaban ahorrando para irse de viaje a las cataratas. Hizo un llamado y al rato cayeron dos pibes de la avenida, una de las fracciones de la barra brava de Argentinos. Había que ir hasta Balvanera. La data era que dos pendejos habían hecho el robo y estaban escondidos en una casa tomada. Me pidió que lo acompañara. Yo andaba al pedo así que fuimos los cuatro en el auto de uno de los barras bravas. El Turco es un tipo no muy grande, bastante morrudo. Tendrá unos sesenta años, pero está bastante bien.
Era una casa de dos plantas, en la calle Misiones. Tenía una de esas puertas de madera de casa vieja, colonial. La puerta estaba cerrada con candado por fuera. Si los pendejos estaban adentro se habrían hecho encerrar por alguno. Grave error. Uno de los barras brava, el Ñoqui Maleta, forzó el candado con una llave cruz. Subía una escalera que daba al segundo piso. Lo que parecía una casa de dos plantas era en verdad dos casas con entrada individual. La planta baja estaba subdividida. Al lado de la escalera, en la pared derecha, había una puerta cerrada también con candado que daba a la casa de al lado. Y del otro lado, a la izquierda, estaba la puerta que daba a la otra parte,una ferretería que a esa hora ya estaba cerrada. Nos separamos. El Ñoqui y yo subimos por la escalera, el Turco y el otro, Mechero Berna, forzaron la puerta de abajo y se metieron a la casa. Los pendejos no estaban ni arriba ni abajo. El Ñoquí descubrió que se habían rajado por una ventana que daba a un patio interno, por el que habrían subido al techo. Eran saltadores seguramente. Están de moda. Pendejos super habilidosos, que corren por las terrazas y los techos. Algo así como hombres araña. La disposición edilicia de Buenos Aires no los favorece del todo. En los barrios pueden andar cómodamente, saltando techos y corriendo por terrenos o patios, pero en el centro se les debe complicar.
Cuando nos escucharon llegar se deben haber cagado hasta las patas, y se las tomaron dejando las alhajas escondidas en un falso cajón del ropero. Cuando dimos vuelta la casa las encontramos. Claro que ellos no lo sabían. Era de esperarse que volvieran en algún momento. No hay que volver nunca sobre los pasos. Lo que se deja atrás se pierde. Hay que entender eso. Cometieron un gran error. El Turco se quedó con la espina. Llamó a un par de muchachos para que le dieran una mano. Hicieron turnos rotativos durante una semana. Hasta que aparecieron los pendejos. Los muchachos vieron movimiento en la casa y le avisaron al Turco y se mandó con el Ñoqui para la casa de Monserrat. Como yo había estado aquella tarde creyó necesario llamarme para que fuera. Cuando llegué estaban todos metidos en un auto, determinando lo que iban a hacer. El Ñoqui y uno de los que estaban vigilando se encargarían de taponar la posible huida por los techos, mientras que el Turco y yo subiríamos por la escalera. Los pendejos se sorprendieron al vernos, uno de ellos quiso pararse de manos. El Turco había bajado del auto con una macana de policía. Dejó que el pibe se le acercara y le partió la cara. El otro pendejo se tiró por una ventada que daba al techo de la casa vecina: lo estaba esperando el Ñoqui y el otro. Los pendejos se llevaron el susto de su vida. El Turco no era un mal tipo, defendía sus intereses, cuidaba su barrio. Les pegamos una paliza no muy fuerte y los dejamos en la casa. Yo no sé si habrán vuelto a chorear. En Paternal están quemados, no pueden volver.
Conozco gente multicolor. El mundo es extremo. Digo el mundo, pero me refiero a mi propio ámbito, mas allá de el, solo hay vacaciones. Todos los días veo caras impresionantes. Caras nerviosas, grasientas, empastilladas. Caras laxas, resecas, muertas. Muecas simiescas de autoridad ilimitada. Hay caras inexpresivas, inertes, imperturbables. Todo lo que veo me afecta, aunque trate de pensar lo contrario. Mastico piedras en las noches de bruxismo. Despierto con un regusto a sangre. Con el odio matinal intacto. Y otra vez el día, las caras y la calle.
Tarde gris, sin nada que hacer. Voy a salir a caminar, a meterme en el domingo como uno más. La gente se parece y se diferencia todo el tiempo. Siempre me ha llamado poderosamente la atención la forma de caminar de la gente en la calle. Las diferentes formas de caminar. Estimo que será parte de la personalidad, tanto como los gestos o los tics. Hay gente con la columna arqueada, suplicante. Otros con el cuello duro, o encorvados y escoleósicos. Hay de todo. Cosas que distinguen a unos de otros y también particularidades que los asemejan. Me encanta salir a caminar tranquilo, sin tener que ir a ningún lado. Generalmente termino en un bar, sentado junto a la ventana, viendo gente ir y venir. Son buenos momentos, me sirven para reflexionar. Un poco me como la cabeza. Pero me sirve.
De vez en cuando paso a ver al Turco Abud. Todo un personaje. Tiene una planta permanente en una Subsecretaría de la Nación. No va nunca. Cuando quiero verlo voy para Paternal. Para en un bar que queda en Nazca y Lascano, a mitad de cuadra sobre Nazca. Los habitués lo conocen como el bar del negro Roma, pero oficialmente se llama La tribu. El Turco es puntero y está casi siempre en ese bar. Anda por el barrio haciendo favores. Si alguien necesita remedios, los consigue. Lo he visto sacar plata de su bolsillo y darle unos mangos a todos los que lo pechan. Esa es su función. Cuando necesita gente para fiscal de mesa o bulto para un acto, la mueve. Apadrinó tres comedores infantiles. En el barrio consigue lo que sea. Siempre se las rebusca. Tiene amistades en todas partes. Hace un trabajo social interesante. Es parte de un engranaje político que funciona perfectamente hace añares. El dice que si la muchachada está conforme hay que bancar la parada. Ahora, cuando los muchachos necesitan algo, se consigue. La tropa tiene que estar cubierta. Si la base es firme, arriba no corre peligro la cristalería. Está metido en un sindicato también. Donde puede morder muerde. Una vez me dijo que si no tocan la heladera, está todo bien. Que todo está en el día a día. No sólo hay que estar tranquilo sino también hay que parecerlo. Hay que trabajar para los de arriba, ser leal y funcional, mientras paguen. Él vive de la política desde los dieciocho años. Y se ha sabido ganar el pan. Tiene la planta permanente, y unos cuantos contratos, con los que banca a la gente que le viene a pedir algo. Mientras la papa se reparta, no hay problemas. Lo escuché varias veces decir que él hace lo que puede pero nunca es suficiente. La gente lo agradece y cuando se la necesita siempre está. También les da trabajo a los que andan más tirados. Saca algunos pibes de la calle. Maneja los corsos, y consigue planes asistenciales. Se dicen muchas cosas de él. Tiene amigos, pero también enemigos. Cuando le roban a alguien en el barrio se lo cuentan y él se encarga. Nada pasa en el barrio sin que él lo sepa.
Una tarde estábamos en el bar, tomando un vermú con ingredientes y lo vinieron a ver por un choreo. Le habían entrado a unos viejos en la casa, y le habían robado de todo. Los viejos mucho no tenían: un par de alhajas baratas, el televisor y una cajita con dos mil pesos que estaban ahorrando para irse de viaje a las cataratas. Hizo un llamado y al rato cayeron dos pibes de la avenida, una de las fracciones de la barra brava de Argentinos. Había que ir hasta Balvanera. La data era que dos pendejos habían hecho el robo y estaban escondidos en una casa tomada. Me pidió que lo acompañara. Yo andaba al pedo así que fuimos los cuatro en el auto de uno de los barras bravas. El Turco es un tipo no muy grande, bastante morrudo. Tendrá unos sesenta años, pero está bastante bien.
Era una casa de dos plantas, en la calle Misiones. Tenía una de esas puertas de madera de casa vieja, colonial. La puerta estaba cerrada con candado por fuera. Si los pendejos estaban adentro se habrían hecho encerrar por alguno. Grave error. Uno de los barras brava, el Ñoqui Maleta, forzó el candado con una llave cruz. Subía una escalera que daba al segundo piso. Lo que parecía una casa de dos plantas era en verdad dos casas con entrada individual. La planta baja estaba subdividida. Al lado de la escalera, en la pared derecha, había una puerta cerrada también con candado que daba a la casa de al lado. Y del otro lado, a la izquierda, estaba la puerta que daba a la otra parte,una ferretería que a esa hora ya estaba cerrada. Nos separamos. El Ñoqui y yo subimos por la escalera, el Turco y el otro, Mechero Berna, forzaron la puerta de abajo y se metieron a la casa. Los pendejos no estaban ni arriba ni abajo. El Ñoquí descubrió que se habían rajado por una ventana que daba a un patio interno, por el que habrían subido al techo. Eran saltadores seguramente. Están de moda. Pendejos super habilidosos, que corren por las terrazas y los techos. Algo así como hombres araña. La disposición edilicia de Buenos Aires no los favorece del todo. En los barrios pueden andar cómodamente, saltando techos y corriendo por terrenos o patios, pero en el centro se les debe complicar.
Cuando nos escucharon llegar se deben haber cagado hasta las patas, y se las tomaron dejando las alhajas escondidas en un falso cajón del ropero. Cuando dimos vuelta la casa las encontramos. Claro que ellos no lo sabían. Era de esperarse que volvieran en algún momento. No hay que volver nunca sobre los pasos. Lo que se deja atrás se pierde. Hay que entender eso. Cometieron un gran error. El Turco se quedó con la espina. Llamó a un par de muchachos para que le dieran una mano. Hicieron turnos rotativos durante una semana. Hasta que aparecieron los pendejos. Los muchachos vieron movimiento en la casa y le avisaron al Turco y se mandó con el Ñoqui para la casa de Monserrat. Como yo había estado aquella tarde creyó necesario llamarme para que fuera. Cuando llegué estaban todos metidos en un auto, determinando lo que iban a hacer. El Ñoqui y uno de los que estaban vigilando se encargarían de taponar la posible huida por los techos, mientras que el Turco y yo subiríamos por la escalera. Los pendejos se sorprendieron al vernos, uno de ellos quiso pararse de manos. El Turco había bajado del auto con una macana de policía. Dejó que el pibe se le acercara y le partió la cara. El otro pendejo se tiró por una ventada que daba al techo de la casa vecina: lo estaba esperando el Ñoqui y el otro. Los pendejos se llevaron el susto de su vida. El Turco no era un mal tipo, defendía sus intereses, cuidaba su barrio. Les pegamos una paliza no muy fuerte y los dejamos en la casa. Yo no sé si habrán vuelto a chorear. En Paternal están quemados, no pueden volver.
Conozco gente multicolor. El mundo es extremo. Digo el mundo, pero me refiero a mi propio ámbito, mas allá de el, solo hay vacaciones. Todos los días veo caras impresionantes. Caras nerviosas, grasientas, empastilladas. Caras laxas, resecas, muertas. Muecas simiescas de autoridad ilimitada. Hay caras inexpresivas, inertes, imperturbables. Todo lo que veo me afecta, aunque trate de pensar lo contrario. Mastico piedras en las noches de bruxismo. Despierto con un regusto a sangre. Con el odio matinal intacto. Y otra vez el día, las caras y la calle.
Apercat Gutierrez- Entrega trece
La otra noche fui a un bar de Flores. Tenía ganas de distraerme, conocer gente distinta. Fui solo. Fuera del círculo laboral en el que me muevo, no tengo muchos amigos. Esa noche tenía ganas de respirar otros aires. El bar estaba lleno. Pocas mesas y mucha gente parada, charlando, con los vasos en la mano. Yo estaba acodado a la barra.
Pedí whisky. Eso me hizo reparar en mi edad y en que verdaderamente no pertenecía a ese lugar porque sobrepaso la edad media adulta. Todos estaban con cerveza o vino en copa, algún trago, daikirys, mucho tequila. Pero nadie estaba tomando whisky. El vaso en mi mano, el brillo del hielo me hizo reparar en los años que tengo a cuesta. No son muchos, pero demasiados para ese lugar. De todos modos, la vida tiene gratas sorpresas inesperadas. Pensé en apurar el vaso e irme, pero descubrí unos ojos que me miraban y todo cambió. Me acerqué y le pregunté el nombre. Carmela. Estaba con una amiga que en ese momento hablaba con un tipo. Estaban sentados en unos sillones, ella se había levantado para pedir un trago y para dejarles algo de intimidad. No hubo mucho preambulos, terminamos lo que estabamos tomando y salimos a caminar.
Carmela me llevó a su casa y me metió en su cama. Petisa, morochona, carnívora. Son esas cosas que a uno le levantan el ánimo y le agrandan ego.
Siempre que conozco a una mujer que no es del medio, sé que no la voy a poder seguir viendo durante mucho tiempo. Mis horarios son extraños, por ahí desaparezco un par de días. No me gusta llevar mujeres a casa. Ahí tengo armas, y cosas que denotan a qué me dedico. Creo que ninguna me lo podría bancar. Las veo generalmente dos o tres veces, y después borro el teléfono de la agenda del celular. Carmela me sorprendió. Me dijo que lo que le llamó la atención de mí fueron mis marcas en las manos, y mi nariz chata. Ella supuso que yo era entrenador de algún arte marcial. No sé por qué lo hice, pero le confesé que era guardaespaldas y matón a sueldo. La veo dos o tres veces por semana. Siempre en su casa. Pedimos comida, miramos películas y cogemos. A eso se reduce nuestra relación. Algo me debe estar por quitar la vida. Yo creo en los balances, en los equilibrios. Todo hecho es causa o consecuencia de algún otro hecho. Carmela es algo que no me gustaría perder. Es lo único que me ata hoy día a la normalidad. Pero tal vez Carmela no sea normal. Trato de que no me gane la paranoia. No todos son enemigos de los cuales hay que cuidarse. Pero es algo muy difícil de lograr. Carmela bien puede ser mi perdición. Yo no puedo permitir que la vean conmigo. Por eso nos quedamos en su casa. Ella disfruta de esa sensación de peligro. Dice que la excita, que por eso está conmigo. Sé perfectamente que tengo que dejar de verla. La semana que viene tengo que irme de viaje unos días a Mar del Plata. La voy a llevar conmigo. Voy a usar ese viaje como despedida. Allá no me conoce mucha gente, podremos salir a pasear. Comer algo en el puerto. Salir a un bar a la noche.
Pedí whisky. Eso me hizo reparar en mi edad y en que verdaderamente no pertenecía a ese lugar porque sobrepaso la edad media adulta. Todos estaban con cerveza o vino en copa, algún trago, daikirys, mucho tequila. Pero nadie estaba tomando whisky. El vaso en mi mano, el brillo del hielo me hizo reparar en los años que tengo a cuesta. No son muchos, pero demasiados para ese lugar. De todos modos, la vida tiene gratas sorpresas inesperadas. Pensé en apurar el vaso e irme, pero descubrí unos ojos que me miraban y todo cambió. Me acerqué y le pregunté el nombre. Carmela. Estaba con una amiga que en ese momento hablaba con un tipo. Estaban sentados en unos sillones, ella se había levantado para pedir un trago y para dejarles algo de intimidad. No hubo mucho preambulos, terminamos lo que estabamos tomando y salimos a caminar.
Carmela me llevó a su casa y me metió en su cama. Petisa, morochona, carnívora. Son esas cosas que a uno le levantan el ánimo y le agrandan ego.
Siempre que conozco a una mujer que no es del medio, sé que no la voy a poder seguir viendo durante mucho tiempo. Mis horarios son extraños, por ahí desaparezco un par de días. No me gusta llevar mujeres a casa. Ahí tengo armas, y cosas que denotan a qué me dedico. Creo que ninguna me lo podría bancar. Las veo generalmente dos o tres veces, y después borro el teléfono de la agenda del celular. Carmela me sorprendió. Me dijo que lo que le llamó la atención de mí fueron mis marcas en las manos, y mi nariz chata. Ella supuso que yo era entrenador de algún arte marcial. No sé por qué lo hice, pero le confesé que era guardaespaldas y matón a sueldo. La veo dos o tres veces por semana. Siempre en su casa. Pedimos comida, miramos películas y cogemos. A eso se reduce nuestra relación. Algo me debe estar por quitar la vida. Yo creo en los balances, en los equilibrios. Todo hecho es causa o consecuencia de algún otro hecho. Carmela es algo que no me gustaría perder. Es lo único que me ata hoy día a la normalidad. Pero tal vez Carmela no sea normal. Trato de que no me gane la paranoia. No todos son enemigos de los cuales hay que cuidarse. Pero es algo muy difícil de lograr. Carmela bien puede ser mi perdición. Yo no puedo permitir que la vean conmigo. Por eso nos quedamos en su casa. Ella disfruta de esa sensación de peligro. Dice que la excita, que por eso está conmigo. Sé perfectamente que tengo que dejar de verla. La semana que viene tengo que irme de viaje unos días a Mar del Plata. La voy a llevar conmigo. Voy a usar ese viaje como despedida. Allá no me conoce mucha gente, podremos salir a pasear. Comer algo en el puerto. Salir a un bar a la noche.
viernes, 22 de agosto de 2008
Apercat Gutierrez- Entrega doce
Hace un tiempo me veía con unos tipos, que paraban en un bar de Lugano. Querían armar varios grupos de elite y colocarlos en distintos lugares. En embajadas, en convenciones, en actos especiales del gobierno, y presentarlo también a empresas privadas. La idea no estaba nada mal, pero como todo, se necesitaba cierto capital para empezar. La cosa no se hizo. En ese grupo estaba Pica piedra López, un correntino que había trabajado en la secreta. Lo habían retirado, yo nunca supe los motivos. Él comandaba la cosa. Tenía los contactos necesarios. Yo lo volví a ver años más tarde, en un asunto en el que trabajé para Torrencio.
Puso al fin la agencia, y formó treinta grupos de elite. Lo contrataban mayormente del gobierno, para cuestiones de suma seguridad. Si algo salía mal, el gobierno no quedaba implicado. La vez que me lo crucé, yo había ido mandado por Torrencio para llevar la plata que se pedía por el rescate. Habían secuestrado a la hija a Américo Rucci.
Como no se tenían que enterar los medios, para no enquilombarlo todo, Torrecio le aconsejó que no llamaran a la policía, y propuso contratar a la agencia de Pica piedra López. Torrencio se ocupó de todo y me eligió a mí de entre los suyos, para llevar la valija con los dólares: un millón y medio. Pica piedra tenía ordenes de privilegiar por sobre todo la vida de la hija de Américo. Una vez efectuado el intercambio, y comprobada la buena salud de la nena, tendrían que rastrearlos y matarlos a todos. Los hombres de la brigada son asesinos profesionales. Trabajan con telecomunicaciones, técnicas de espionaje, son expertos en Krav maga, en explosivos. Pero a pesar de todos los cuidados, el asunto se pudrió. De la nena ni rastros. La plata desapareció. La tuve que llevar yo mismo al lugar que se le indicó a Américo. Los secuestradores tenían su número celular personal. No muchos lo tenían. Tuve que manejar hasta Monte, en el cruce de la 3 con la 41, y estacionar. Después me metí en una especie de construcción enorme, abandonada, que hay al costado de la ruta, paralela a las vías del tren. Los secuestradores dijeron que estarían vigilando que nadie más entrara al lugar. Yo hice lo mío y me fui. La zona estaba rodeada por la gente de Pica piedra. Tenían miras telescópicas y tecnología satelital. Estuvieron apostados en un monte cercano tres días seguidos, y no pudieron ver ni un solo movimiento. Nadie había entrado o salido del lugar. Américo sufrió mucho esa perdida. Se volvió loco. Torrencio fue de mucha contención, cálculo. Se hizo cargo él mismo de todo, mientras el viejo se tomaba un tiempo. Cuando volvió hizo apretar uno a uno, a todos los que tenían su celular. Muy pocas personas, a penas unas cincuenta. Hasta ahí llega mi conocimiento de la cuestión. No sé si habrá encontrado a alguno conectado con la banda que le secuestró a la hija.
Cuando los hombres de Pica piedra dejaron el caso, Torrencio dejó el tema en manos de la Side, pero ellos tampoco obtuvieron nada.
A los tres años más o menos, un policía descubrió cómo se habían llevado la valija con la plata. En frente de esa especie de castillo en construcción en donde dejé la valija, hay una garita de seguridad que pertenece al ferrocarril. No hay ningún guardia asignado. Constaba una nota de la empresa de Ferrocarril. Ese fue el hilo conductor que llevó a Godofredo Carlomagno, de robos y hurtos de la policía de la provincia a meterse en el caso. Le había llegado el expediente para tramitar su archivo. Leyéndolo casi automáticamente, vio algo que paraceía no encajar y le habrá picado la duda. Visitó a dos personas y descubrió la trampa. Primero fue a la cantina que está frente a la construcción y le preguntó al dueño si se acordaba del secuestro.luego de que Torrencio dejara el caso en manos de la SIDE, tomó conocimiento público. Los diarios y los noticieros habían querido seguir el caso, y estuvieron metidos durante un tiempo hasta que se cansaron. Estuvo ahí toda la tarde, hablando con el viejo. Nunca dijo que fuera policía, fue a charlar como un viajante más. Pero el viejo corroboró la declaración que figuraba en el expediente. En la cantina se sumó un hombre, que se presentó como visitador médico. Hacía cinco años que pasaba por el cruce de rutas, casi todas las semanas. Yo llevé la valija un martes a la mañana temprano. La brigada había vigilado ese día y dos más: miércoles y jueves. El lunes el visitador médico había pasado por la garita y como siempre no vio a nadie. Se acordaba perfectamente porque al otro día había visto a dos guardias dentro de la garita, cosa que le llamóla atención. De todos modos no encontró en ese hecho algo extraordinario: habían asignado a alguien, cosa que perfectamente podía pasar. El dueño de la cantina dijo que nunca asignaron a nadie. Los guardias habían estado solo ese día. El mismo visitador médico lo corroboró al decir que cuando pasó el jueves tampoco había visto a los guardias, y que nunca más los había vuelto a ver.
La gente de Pica piedra vigiló la zona tres días. Dejaron ir a los dos guardias sin pensar que podían ser parte del secuestro. Impecable. El agente Carlomangno, de puro curioso, se metió en la construcción a mirar. Encontró unas maderas en el piso. Yo las había visto, estaban contra un rincón. Un montón de maderas podridas, restos de un piso de pinotea. Debajo de las maderas había un poso. El poso daba a un túnel que cruzaba la ruta y llegaba a la garita. Excelente. Los dos tipos se camuflaron entre la gente del lugar. Muy inteligente. Está el restauran, la garita y poco más. Un par de puestos de cachivaches. Poca gente. Entre ese puñado se escondieron. a pocos metros se encuentra la seccional de la caminera, pero al no estar enterados del secuetro, no intervinieron para nada.
La chica nunca apareció. Por ahí la vendieron como puta, o la enterraron en algún lado. Difícil de saber. Se merecían la guita, pero qué les costaba devolver a la piba. Después los diarios titularon caso resuelto. Nunca nada se resuelve, nunca nada se modifica. Las cosas son, pasan.
Puso al fin la agencia, y formó treinta grupos de elite. Lo contrataban mayormente del gobierno, para cuestiones de suma seguridad. Si algo salía mal, el gobierno no quedaba implicado. La vez que me lo crucé, yo había ido mandado por Torrencio para llevar la plata que se pedía por el rescate. Habían secuestrado a la hija a Américo Rucci.
Como no se tenían que enterar los medios, para no enquilombarlo todo, Torrecio le aconsejó que no llamaran a la policía, y propuso contratar a la agencia de Pica piedra López. Torrencio se ocupó de todo y me eligió a mí de entre los suyos, para llevar la valija con los dólares: un millón y medio. Pica piedra tenía ordenes de privilegiar por sobre todo la vida de la hija de Américo. Una vez efectuado el intercambio, y comprobada la buena salud de la nena, tendrían que rastrearlos y matarlos a todos. Los hombres de la brigada son asesinos profesionales. Trabajan con telecomunicaciones, técnicas de espionaje, son expertos en Krav maga, en explosivos. Pero a pesar de todos los cuidados, el asunto se pudrió. De la nena ni rastros. La plata desapareció. La tuve que llevar yo mismo al lugar que se le indicó a Américo. Los secuestradores tenían su número celular personal. No muchos lo tenían. Tuve que manejar hasta Monte, en el cruce de la 3 con la 41, y estacionar. Después me metí en una especie de construcción enorme, abandonada, que hay al costado de la ruta, paralela a las vías del tren. Los secuestradores dijeron que estarían vigilando que nadie más entrara al lugar. Yo hice lo mío y me fui. La zona estaba rodeada por la gente de Pica piedra. Tenían miras telescópicas y tecnología satelital. Estuvieron apostados en un monte cercano tres días seguidos, y no pudieron ver ni un solo movimiento. Nadie había entrado o salido del lugar. Américo sufrió mucho esa perdida. Se volvió loco. Torrencio fue de mucha contención, cálculo. Se hizo cargo él mismo de todo, mientras el viejo se tomaba un tiempo. Cuando volvió hizo apretar uno a uno, a todos los que tenían su celular. Muy pocas personas, a penas unas cincuenta. Hasta ahí llega mi conocimiento de la cuestión. No sé si habrá encontrado a alguno conectado con la banda que le secuestró a la hija.
Cuando los hombres de Pica piedra dejaron el caso, Torrencio dejó el tema en manos de la Side, pero ellos tampoco obtuvieron nada.
A los tres años más o menos, un policía descubrió cómo se habían llevado la valija con la plata. En frente de esa especie de castillo en construcción en donde dejé la valija, hay una garita de seguridad que pertenece al ferrocarril. No hay ningún guardia asignado. Constaba una nota de la empresa de Ferrocarril. Ese fue el hilo conductor que llevó a Godofredo Carlomagno, de robos y hurtos de la policía de la provincia a meterse en el caso. Le había llegado el expediente para tramitar su archivo. Leyéndolo casi automáticamente, vio algo que paraceía no encajar y le habrá picado la duda. Visitó a dos personas y descubrió la trampa. Primero fue a la cantina que está frente a la construcción y le preguntó al dueño si se acordaba del secuestro.luego de que Torrencio dejara el caso en manos de la SIDE, tomó conocimiento público. Los diarios y los noticieros habían querido seguir el caso, y estuvieron metidos durante un tiempo hasta que se cansaron. Estuvo ahí toda la tarde, hablando con el viejo. Nunca dijo que fuera policía, fue a charlar como un viajante más. Pero el viejo corroboró la declaración que figuraba en el expediente. En la cantina se sumó un hombre, que se presentó como visitador médico. Hacía cinco años que pasaba por el cruce de rutas, casi todas las semanas. Yo llevé la valija un martes a la mañana temprano. La brigada había vigilado ese día y dos más: miércoles y jueves. El lunes el visitador médico había pasado por la garita y como siempre no vio a nadie. Se acordaba perfectamente porque al otro día había visto a dos guardias dentro de la garita, cosa que le llamóla atención. De todos modos no encontró en ese hecho algo extraordinario: habían asignado a alguien, cosa que perfectamente podía pasar. El dueño de la cantina dijo que nunca asignaron a nadie. Los guardias habían estado solo ese día. El mismo visitador médico lo corroboró al decir que cuando pasó el jueves tampoco había visto a los guardias, y que nunca más los había vuelto a ver.
La gente de Pica piedra vigiló la zona tres días. Dejaron ir a los dos guardias sin pensar que podían ser parte del secuestro. Impecable. El agente Carlomangno, de puro curioso, se metió en la construcción a mirar. Encontró unas maderas en el piso. Yo las había visto, estaban contra un rincón. Un montón de maderas podridas, restos de un piso de pinotea. Debajo de las maderas había un poso. El poso daba a un túnel que cruzaba la ruta y llegaba a la garita. Excelente. Los dos tipos se camuflaron entre la gente del lugar. Muy inteligente. Está el restauran, la garita y poco más. Un par de puestos de cachivaches. Poca gente. Entre ese puñado se escondieron. a pocos metros se encuentra la seccional de la caminera, pero al no estar enterados del secuetro, no intervinieron para nada.
La chica nunca apareció. Por ahí la vendieron como puta, o la enterraron en algún lado. Difícil de saber. Se merecían la guita, pero qué les costaba devolver a la piba. Después los diarios titularon caso resuelto. Nunca nada se resuelve, nunca nada se modifica. Las cosas son, pasan.
Apercat Gutierrez- Entrega once
Cuando veo a alguno en televisión hablando de la violencia, me da mucha gracia. Tipos que nunca se agarraron a trompadas, ni se agarrarán, opinando de algo que no conocen. Tendrían que hacer un programa con nosotros, para que les expliquemos lo que es la violencia verdaderamente. Igual hay que dejarlos hablar, si total no van a cambiar nada. Se contentan con hablar; hacen que piensan, que analizan la situación. ¿Qué sabrán? Hay que estar, yo creo que hay que estar. Qué saben de la violencia en el fútbol los que nunca fueron a la cancha. Lo estudian desde lejos. Algunos dicen que eso es lo ideal, alejarse del objeto analizado. Pero no sé, hablar de la guerra sin saber cómo huele la pólvora, comentar balaceras sin saber si la bala duele o pica. Es verdad, siguiendo mi razonamiento casi no se podría hablar de nada. Lo que me molesta en realidad no es que hablen de la violencia, sino que hablen despectivamente. Es algo que detestan porque no están a la altura. Cualquier pelotudo es pacifista, pero muy pocos se la bancan de verdad. Muchos bonachones son buenos porque son inútiles para la destreza física que requiere cagarse a trompadas.
Cobardes hay en todos lados, pero lo que más odio es un cobarde que se justifica detrás de la ley. Si uno se la banca, se la banca y listo. Mas que hombres parecen otra cosa, algo menor, una alimaña idiota que no sabe defender lo que tiene. Yo no creo que haya que dejarle al otro que nos domine a voluntad, hay que resistir, aunque sea un poco, dando todo lo que uno tiene. Lo que pasa es que cuando se cruza alguien mejor, se tiene que disfrutar también ese momento, no siempre hay que ganar, pero hay que intentarlo a toda costa. Sino para qué se vive. Yo he aprendido un montón de tipos que me la dieron en serio. Cada vez que veo las cicatrices que tengo me enorgullezco. Son cosas que no se borran, marcas que me recuerdan quién soy y las limitaciones que tengo.
Pero hay hombres que toleran todo, impávidos, pasivos y muertos. No tienen sangre. Su piel es un traje de hojas secas. Son débiles como mariposas. Los cornean, los denigran, los maltratan, y no son capaces de pegar un grito, mucho menos una trompada. Un día se los lleva un infarto, o agarran para el lado de Barreda. Hay que aprender a vivir de otro modo. Yo, como todos, tengo mi propia moral. Transijo para mi interés, llevo agua para mi molino. Creo que lo que hago no está del todo mal. No tengo conciencia. Reincido, corrompo. Somos un montón, y si no fuera por algunas ratas que se fruncen, estaríamos en una batalla constante, cuerpo a cuerpo, demostrando las destrezas de la carne.
Hay tipos que van los domingos a la cancha, putean un poco, envidian internamente a los pesados, se cagan a trompadas en algún fútbol cinco, o en la calle con un tachero, y listo, con eso tienen.
Otros se descargan con la familia, fajando a la mujer y a los chicos, o maltratando a la madre. Hay mil maneras posibles de evitar la violencia, y es envileciéndose aún más que si solamente se la practicara. Hoy en día diferentes componentes de la sociedad utilizan la violencia como una herramienta. Pero la violencia es en sí misma, no necesita razón o causa. La violencia en estado puro es originaria, es parte de la raza. Siempre se abre paso. Es la única manera que el hombre encuentra para resolver sus conflictos sociales. La amenaza, la simple posibilidad es casi tan poderosa como la violencia propiamente dicha.
La violencia es algo que sucede. Se la puede provocar también. Pero tarde o temprano sucede, se la provoque o no. Yo entro a ciertos lugares y puedo oler un perfume espeso que gravita como una niebla, vaporosa, ácida. En esos mismos lugares hay miradas penetrantes, cortantes, incineradoras. No se puede salir indemne de ese tipo de lugares. Yo todos los días observo los distintos caracteres de la violencia. Hablo como si supiera y sé. La de veces que me patearon en el piso, y yo siempre tapándome la boca, salvando al menos los dientes. Salí de muchas, pero me comí algunas también. Y siempre sobreviví. Le temo a la muerte como cualquiera y la combato como puedo. El día que me toque, será porque me descuidé. Que puede pasar también. Hay tipos que viven ochenta años porque nunca se asomaron a ningún peligro. Lo nuestro es más loable. Corro peligro todos los días y no me quejo. Esto parece un panfleto, y quizás lo sea. Las preocupaciones morales de un matón. De algo hay que morir.
Cobardes hay en todos lados, pero lo que más odio es un cobarde que se justifica detrás de la ley. Si uno se la banca, se la banca y listo. Mas que hombres parecen otra cosa, algo menor, una alimaña idiota que no sabe defender lo que tiene. Yo no creo que haya que dejarle al otro que nos domine a voluntad, hay que resistir, aunque sea un poco, dando todo lo que uno tiene. Lo que pasa es que cuando se cruza alguien mejor, se tiene que disfrutar también ese momento, no siempre hay que ganar, pero hay que intentarlo a toda costa. Sino para qué se vive. Yo he aprendido un montón de tipos que me la dieron en serio. Cada vez que veo las cicatrices que tengo me enorgullezco. Son cosas que no se borran, marcas que me recuerdan quién soy y las limitaciones que tengo.
Pero hay hombres que toleran todo, impávidos, pasivos y muertos. No tienen sangre. Su piel es un traje de hojas secas. Son débiles como mariposas. Los cornean, los denigran, los maltratan, y no son capaces de pegar un grito, mucho menos una trompada. Un día se los lleva un infarto, o agarran para el lado de Barreda. Hay que aprender a vivir de otro modo. Yo, como todos, tengo mi propia moral. Transijo para mi interés, llevo agua para mi molino. Creo que lo que hago no está del todo mal. No tengo conciencia. Reincido, corrompo. Somos un montón, y si no fuera por algunas ratas que se fruncen, estaríamos en una batalla constante, cuerpo a cuerpo, demostrando las destrezas de la carne.
Hay tipos que van los domingos a la cancha, putean un poco, envidian internamente a los pesados, se cagan a trompadas en algún fútbol cinco, o en la calle con un tachero, y listo, con eso tienen.
Otros se descargan con la familia, fajando a la mujer y a los chicos, o maltratando a la madre. Hay mil maneras posibles de evitar la violencia, y es envileciéndose aún más que si solamente se la practicara. Hoy en día diferentes componentes de la sociedad utilizan la violencia como una herramienta. Pero la violencia es en sí misma, no necesita razón o causa. La violencia en estado puro es originaria, es parte de la raza. Siempre se abre paso. Es la única manera que el hombre encuentra para resolver sus conflictos sociales. La amenaza, la simple posibilidad es casi tan poderosa como la violencia propiamente dicha.
La violencia es algo que sucede. Se la puede provocar también. Pero tarde o temprano sucede, se la provoque o no. Yo entro a ciertos lugares y puedo oler un perfume espeso que gravita como una niebla, vaporosa, ácida. En esos mismos lugares hay miradas penetrantes, cortantes, incineradoras. No se puede salir indemne de ese tipo de lugares. Yo todos los días observo los distintos caracteres de la violencia. Hablo como si supiera y sé. La de veces que me patearon en el piso, y yo siempre tapándome la boca, salvando al menos los dientes. Salí de muchas, pero me comí algunas también. Y siempre sobreviví. Le temo a la muerte como cualquiera y la combato como puedo. El día que me toque, será porque me descuidé. Que puede pasar también. Hay tipos que viven ochenta años porque nunca se asomaron a ningún peligro. Lo nuestro es más loable. Corro peligro todos los días y no me quejo. Esto parece un panfleto, y quizás lo sea. Las preocupaciones morales de un matón. De algo hay que morir.
jueves, 21 de agosto de 2008
Apercat Gutierrez- Entrega diez
Mis padres murieron en un accidente de autos. Se iban de vacaciones. Yo tenía once años, y me dejaron con un tío, hermano de mamá. Yo por ese entonces estaba bastante intolerable. Me habían echado de dos colegios. En uno por vandalismo: quise incendiar un mueble en la dirección. Después estuve un año en otro colegio, del que también me echaron por pelearme con dos compañeros, a uno le quebré tres costillas y la clavícula, y al otro le bajé las dos paletas de una patada en la boca. A los ocho años mi padre me llevó a un gimnasio para que aprendiera tae kwon do. Se lo había recomendado un psicoterapeuta amigo. Según él, tenía que descargar energía. Llegué a cinturón marrón. También me echaron, por golpear con contacto en las demostraciones. Después de eso, mis padres se empezaron a desentender de mí. Me dejaban los fines de semana con mi tío, y se iban de viaje. No los culpo. Para ellos habrá sido un calvario. Mi padre era escribano público, y mi madre perito grafóloga. Se habían conocido en un juzgado y se casaron a los tres meses. Al año aparecí yo. Sus vidas eran tranquilas, y yo se las compliqué de entrada. Siempre fui violento y problemático. Luego, con la madurez comprendí que eso no me iba a llevar a ningún lado, y me moderé. Es más que nada una decisión profesional.
Mi tío había sido boxeador, y me enseño todo lo que sé. Él me llevó a un gimnasio por primera vez. Yo canchereaba, menospreciaba a todos. Hasta que el entrenador, a las dos semanas, me subió al ring con un pibe de trece años, yo tenía dieciséis. Empecé a bailar, y a burlarme. Para mí la pelea ya estaba ganada. Medía unos diez centímetros menos que yo. Mis brazos eran más largos que los suyos. Corría con ventaja. En ningún momento mantuve la guardia. No hacía mucho había visto una pelea de Casius Clay, y lo quería imitar. El pibito caminaba el ring, cubría los golpes que yo le lanzaba, hasta que me puso un zurdazo en la pera y listo. El entrenador era un viejo amigo de mi tío. Siguió trabajando conmigo hasta que me bajó los humos. Me hizo entrenar duro, y a los cinco meses me presentó como amateur en un certamen interclubes provinciales. Gané la pelea en el segundo round, una combinación de golpes: dos rectos de zurda, un jab de derecha, un gancho de derecha al hígado, y por último el toque final, cross de derecha a la mandíbula. Fue hermoso verlo caer como una bolsa de papas. La alegría que sentí en ese momento no la volví a sentir nunca más. Después vinieron catorce peleas más como amateur, hasta que pegué el salto a profesional el catorce de junio de mil novecientos ochenta y seis. Esa noche pelee con Roca Segafredo. Tenía días peleas, todas ganadas por ko en el primer round. También él pegaba con esa pelea el salto a profesional.
Mi tío me hizo de segundo. Cuando el presentador me anunció por los altoparlantes sentí un orgullo inmenso, y pensé en mis viejos, muertos. No creo que se hubieran sentido orgullosos de mí, seguro que pretendían algo más tranquilo para el destino de su único hijo: un titulo universitario, o algo por el estilo. Al menos hice algo con la energía que me sobraba y que me empujaba a hacer desastres allí donde fuera.
A veces, paso por la casa del tío. No sé quién la ocupará ahora. Era buen tipo. Se puede se decir que fue él quien encausó correctamente la furia que me corría por las venas. Todavía tengo los guantes que me regaló cuando pelee el catorce de junio. No los pude usar porque no tenían el dedo gordo cocido. Eran antirreglamentarios, anteriores a la pelea entre Martillo Roldán y Maravilla Hagler. Fue un gesto fraterno que me hizo muy bien. Gato Fagiardo, mi tío, se murió solo, en su casa, mirando space. Lo encontró un vecino como a la semana, por el olor. Yo ya andaba trabajando con Torrencio, lo veía poco. No le gustaba Torrencio, según él, me había metido muy pronto a pelear por el título. Esas diferencias los alejaron, y yo quedé del lado de Torrencio. Si no fuera por mi tío yo hubiera terminado en cualquier parte. Era muy bravo de pendejo. Igual, ahora también estoy metido en cosas podridas, pero bueno, así se han dado las cosas. Al menos sigo vivo.
Yo era un pibe, tenía todo por delante. Sí, es posible que Torrencio me haya apurado al meterme como retador frente a un boxeador mucho más esperimentado. Quién sabe. Si no era esa, en alguna otra me iban a sacar. Podría haber seguido, pero para qué. Había que esperar que el campeón me diera la revancha, cosa que no iba a pasar porque candidatos para disputar el título había a montones, muchos de esos estaban representados también por Torrencio. Se me dio una oportunidad y la perdí. Así de fácil. Después, Torrencio me mantuvo. A él también le debo mucho. Por ahí se sintió culpable. No sé. Nunca me lo dijo y nunca me lo va a decir. Su temple férreo no se lo permite, y está bien que así sea. Para él arrepentirse es de maricones.
A veces tengo que ubicar a algunos borregos que se creen Tyson. Ganan dos peleas seguidas y se sienten en el derecho de agregar cláusulas al contrato que firmaron con Torrencio. Eso lo vuelve loco. Y me da los trabajitos para que me entretenga. Está bueno porque revivo viejas épocas. Lo pendejos se plantan. Algunos no se comen ninguna, son guapos, van al frente. Si supieran que la experiencia lo es todo. Una cosa cruel: la experiencia te llega cuando ya no tenés la garra de la juventud. Una vez tuve que ablandar a Goma Goma Mesineo. El guacho parecía de goma realmente. Tenía la cintura de Locche, la constancia de Monzón y la piña de Mano de piedra Durán. Era hermoso verlo pelear. Yo hice de asistente del segundo cuando peleó por el título de la FAB. Lo ganó a los treinta segundos. Tiró una sola piña. El otro la recibió como si fuera un adoquín. Yo vi justo la mandíbula, el temblor que arranca en toda la cabeza, con el desprendimiento de miles de gotitas de agua, como en las películas, y que sigue columna vertebral abajo, hasta que afloja las piernas, y ocho, nueve, diez, se acabó. Calló a la lona y se lo tuvieron que llevar colgando de pies y manos. Lo mató, tenía una mano impresionante. Dicen que el otro se despertó recién al otro día. Inventos. Pero lo cierto es que después de la pelea Goma goma creció un montón. Cada vez daba más gusto verlo pelear. Defendió cinco veces el título y se agrandó. Por eso lo tuve que ir a ver. Yo lo conocía, teníamos una buena relación. Por eso tal vez Torrencio me mandó, para que nos entendiéramos de buenas a primeras. Pero a ningún peleador le gusta que lo aprieten. Es natural. Un abogado hace respetar sus derechos, un contador compra racionalmente, o al menos está preparado para hacerlo, un tipo que está preparado física y emocionalmente para pelear, no se va a dejar amedrentar así nomás. Siempre da pelea.
Mi tío había sido boxeador, y me enseño todo lo que sé. Él me llevó a un gimnasio por primera vez. Yo canchereaba, menospreciaba a todos. Hasta que el entrenador, a las dos semanas, me subió al ring con un pibe de trece años, yo tenía dieciséis. Empecé a bailar, y a burlarme. Para mí la pelea ya estaba ganada. Medía unos diez centímetros menos que yo. Mis brazos eran más largos que los suyos. Corría con ventaja. En ningún momento mantuve la guardia. No hacía mucho había visto una pelea de Casius Clay, y lo quería imitar. El pibito caminaba el ring, cubría los golpes que yo le lanzaba, hasta que me puso un zurdazo en la pera y listo. El entrenador era un viejo amigo de mi tío. Siguió trabajando conmigo hasta que me bajó los humos. Me hizo entrenar duro, y a los cinco meses me presentó como amateur en un certamen interclubes provinciales. Gané la pelea en el segundo round, una combinación de golpes: dos rectos de zurda, un jab de derecha, un gancho de derecha al hígado, y por último el toque final, cross de derecha a la mandíbula. Fue hermoso verlo caer como una bolsa de papas. La alegría que sentí en ese momento no la volví a sentir nunca más. Después vinieron catorce peleas más como amateur, hasta que pegué el salto a profesional el catorce de junio de mil novecientos ochenta y seis. Esa noche pelee con Roca Segafredo. Tenía días peleas, todas ganadas por ko en el primer round. También él pegaba con esa pelea el salto a profesional.
Mi tío me hizo de segundo. Cuando el presentador me anunció por los altoparlantes sentí un orgullo inmenso, y pensé en mis viejos, muertos. No creo que se hubieran sentido orgullosos de mí, seguro que pretendían algo más tranquilo para el destino de su único hijo: un titulo universitario, o algo por el estilo. Al menos hice algo con la energía que me sobraba y que me empujaba a hacer desastres allí donde fuera.
A veces, paso por la casa del tío. No sé quién la ocupará ahora. Era buen tipo. Se puede se decir que fue él quien encausó correctamente la furia que me corría por las venas. Todavía tengo los guantes que me regaló cuando pelee el catorce de junio. No los pude usar porque no tenían el dedo gordo cocido. Eran antirreglamentarios, anteriores a la pelea entre Martillo Roldán y Maravilla Hagler. Fue un gesto fraterno que me hizo muy bien. Gato Fagiardo, mi tío, se murió solo, en su casa, mirando space. Lo encontró un vecino como a la semana, por el olor. Yo ya andaba trabajando con Torrencio, lo veía poco. No le gustaba Torrencio, según él, me había metido muy pronto a pelear por el título. Esas diferencias los alejaron, y yo quedé del lado de Torrencio. Si no fuera por mi tío yo hubiera terminado en cualquier parte. Era muy bravo de pendejo. Igual, ahora también estoy metido en cosas podridas, pero bueno, así se han dado las cosas. Al menos sigo vivo.
Yo era un pibe, tenía todo por delante. Sí, es posible que Torrencio me haya apurado al meterme como retador frente a un boxeador mucho más esperimentado. Quién sabe. Si no era esa, en alguna otra me iban a sacar. Podría haber seguido, pero para qué. Había que esperar que el campeón me diera la revancha, cosa que no iba a pasar porque candidatos para disputar el título había a montones, muchos de esos estaban representados también por Torrencio. Se me dio una oportunidad y la perdí. Así de fácil. Después, Torrencio me mantuvo. A él también le debo mucho. Por ahí se sintió culpable. No sé. Nunca me lo dijo y nunca me lo va a decir. Su temple férreo no se lo permite, y está bien que así sea. Para él arrepentirse es de maricones.
A veces tengo que ubicar a algunos borregos que se creen Tyson. Ganan dos peleas seguidas y se sienten en el derecho de agregar cláusulas al contrato que firmaron con Torrencio. Eso lo vuelve loco. Y me da los trabajitos para que me entretenga. Está bueno porque revivo viejas épocas. Lo pendejos se plantan. Algunos no se comen ninguna, son guapos, van al frente. Si supieran que la experiencia lo es todo. Una cosa cruel: la experiencia te llega cuando ya no tenés la garra de la juventud. Una vez tuve que ablandar a Goma Goma Mesineo. El guacho parecía de goma realmente. Tenía la cintura de Locche, la constancia de Monzón y la piña de Mano de piedra Durán. Era hermoso verlo pelear. Yo hice de asistente del segundo cuando peleó por el título de la FAB. Lo ganó a los treinta segundos. Tiró una sola piña. El otro la recibió como si fuera un adoquín. Yo vi justo la mandíbula, el temblor que arranca en toda la cabeza, con el desprendimiento de miles de gotitas de agua, como en las películas, y que sigue columna vertebral abajo, hasta que afloja las piernas, y ocho, nueve, diez, se acabó. Calló a la lona y se lo tuvieron que llevar colgando de pies y manos. Lo mató, tenía una mano impresionante. Dicen que el otro se despertó recién al otro día. Inventos. Pero lo cierto es que después de la pelea Goma goma creció un montón. Cada vez daba más gusto verlo pelear. Defendió cinco veces el título y se agrandó. Por eso lo tuve que ir a ver. Yo lo conocía, teníamos una buena relación. Por eso tal vez Torrencio me mandó, para que nos entendiéramos de buenas a primeras. Pero a ningún peleador le gusta que lo aprieten. Es natural. Un abogado hace respetar sus derechos, un contador compra racionalmente, o al menos está preparado para hacerlo, un tipo que está preparado física y emocionalmente para pelear, no se va a dejar amedrentar así nomás. Siempre da pelea.
Apercat Gutierrez- Entrega nueve
Estoy enfermo. Me siento enfermo. Un atracón. Locro y vino tinto. Las maravillas del peronismo sindical y patriota. A veces el trabajo se transforma en un displacer duro de soportar. Tuve que acompañar a Bellota Rivarola, amigote de Torrencio. Los empresarios siempre se las rebuscan para tener de su lado a políticos afines al gobierno de turno. Se contraprestan amistosamente. Cada vez que uno necesita del otro, se concertan citas café de por medio y se resuelve todo asunto que haya que resolver. Yo me entero de muchas cosas porque no soy boludo. Siempre tengo una oreja parada, es parte de mi trabajo, llevar y traer información. Hay veces que hablan adelante nuestro como si no existiéramos. Eso tiene sus ventajas. Cuanto más invisibles somos mayor acceso a información trascendente tenemos.
Un hombre de Torrencio me había dicho que tenía que estar a eso de las diez de la mañana en el bunker de Bellota. Ya había hecho un par de trabajos para su gente. Se festejaba no sé qué santo peronista. Estaba toda la cúpula sindical. Era una reunión cerrada. Algo chico. Sólo algunas pocas autoridades, los gordos de siempre, y algún que otro comedido que había logrado hacerse invitar. El mismísimo Bellota cocinaría un locro como agasajo a los presentes. Yo llegué a las diez y media. Ya había gente en pedo. Por lo que supuse que también habría quilombo. Estaba ahí como invitado, pero sabía muy bien que si había algún problema tendría que saltar. El locro estaba bastante picantón. Eso hizo que tuviéramos que tomar mucho vino para apagar el fuego. Los cánticos, las marchas y los brindis se hubieran extendido hasta la madrugada de no ser por un pequeño suceso. Nadie había invitado mujer alguna. Era una reunión de hombres. A eso de la una de la tarde llegó Honorato Perrone, Diputado de la provincia. Trajo consigo a una rubia despampanante de un metro ochenta. Perrone era un hombre casado y tenía cinco hijos, pero era bien conocida su fama de putañero. La rubia quedó en un rincón sonriendo mientras Perrone saludaba a los presentes. No pasó mucho tiempo, cuando Perrone avivó que la rubia no estaba. La empezó a buscar por todos lados. Se metió en los baños, hasta que subió las escaleras y entró a las oficinas que estaban en el primer piso. Una de esas oficinas era la de Bellota. Estaba sentado en su sillón mientras la rubia le chupaba la pija. Siempre se dijo que Perrone portaba un treina y ocho. Y era verdad porque lo sacó y apuntó directamente a la cabeza de Bellota. Bellota como si nada, le dijo a la rubia que siguiera haciendo lo que estaba haciendo. La rubia estaría re cagada, pero no levantó la cabeza de entre las piernas de Bellota. Le dijo que se calmara. Que todo era su culpa, que él la había traído a una reunión de hombres, por lo que se infería que era para compartir. Perrone parecía no entrar en razones hasta que alguien, por detrás le pegó un culatazo en la nuca. Cayó desplomado escaleras abajo. Cuando su propio guardaespaldas, que hasta el momento ni se había enterado del problema, quiso levantarlo le fue imposible, borracho como estaba. Perrone se había quebrado el cuello. Pesaba ciento veinte quilos. La rubia corrió a los gritos a su lado. Empezó a gritar que Bellota era un asesino, que todo el mundo se iba a enterar. Estuvo así unos pocos segundos hasta que alguien la durmió de una trompada. Al guardaespaldas se lo llevaron entre cuatro para un patio interno que tenía el Bunker. Ese mismo patio daba a un garaje. Lo iban a llevar a dar una vuelta, a convencerlo de que le convenía no abrir la boca, y hasta es posible que lo emplearan en la seguridad del mismo Bellota. Las fuerzas de choque se absorben fácilmente. Somos mercenarios amorales.
De la rubia no sé más. Espero que haya corrido buena suerte, aunque lo dudo. Ellos saben muy bien que las putas siempre terminan siendo un dolor de cabeza.
Los diarios al otro día titularon como accidental la muerte del diputado. El velatorio se llevó a cabo en el Salón de los pasos perdidos del Congreso y muchos de los asistentes habían estado en el bunker aquel mediodía tarde.
No se puede tener un domingo en paz. Estoy muy descompuesto, tendré que pasarme un par de días fuera de servicio, encerrado, mirando televisión y tomando apasmo, comiendo arroz blanco, a ver si se me pasa la patada al hígado.
Cuando estaba en actividad comía muy bien, y no tomaba alcohol ni fumaba. Pero desde que estoy en esto como para la mierda. Mucho pan, mucho frito. Comidas a deshoras, de noche algo de delivery y así no hay estómago que aguante.
Un hombre de Torrencio me había dicho que tenía que estar a eso de las diez de la mañana en el bunker de Bellota. Ya había hecho un par de trabajos para su gente. Se festejaba no sé qué santo peronista. Estaba toda la cúpula sindical. Era una reunión cerrada. Algo chico. Sólo algunas pocas autoridades, los gordos de siempre, y algún que otro comedido que había logrado hacerse invitar. El mismísimo Bellota cocinaría un locro como agasajo a los presentes. Yo llegué a las diez y media. Ya había gente en pedo. Por lo que supuse que también habría quilombo. Estaba ahí como invitado, pero sabía muy bien que si había algún problema tendría que saltar. El locro estaba bastante picantón. Eso hizo que tuviéramos que tomar mucho vino para apagar el fuego. Los cánticos, las marchas y los brindis se hubieran extendido hasta la madrugada de no ser por un pequeño suceso. Nadie había invitado mujer alguna. Era una reunión de hombres. A eso de la una de la tarde llegó Honorato Perrone, Diputado de la provincia. Trajo consigo a una rubia despampanante de un metro ochenta. Perrone era un hombre casado y tenía cinco hijos, pero era bien conocida su fama de putañero. La rubia quedó en un rincón sonriendo mientras Perrone saludaba a los presentes. No pasó mucho tiempo, cuando Perrone avivó que la rubia no estaba. La empezó a buscar por todos lados. Se metió en los baños, hasta que subió las escaleras y entró a las oficinas que estaban en el primer piso. Una de esas oficinas era la de Bellota. Estaba sentado en su sillón mientras la rubia le chupaba la pija. Siempre se dijo que Perrone portaba un treina y ocho. Y era verdad porque lo sacó y apuntó directamente a la cabeza de Bellota. Bellota como si nada, le dijo a la rubia que siguiera haciendo lo que estaba haciendo. La rubia estaría re cagada, pero no levantó la cabeza de entre las piernas de Bellota. Le dijo que se calmara. Que todo era su culpa, que él la había traído a una reunión de hombres, por lo que se infería que era para compartir. Perrone parecía no entrar en razones hasta que alguien, por detrás le pegó un culatazo en la nuca. Cayó desplomado escaleras abajo. Cuando su propio guardaespaldas, que hasta el momento ni se había enterado del problema, quiso levantarlo le fue imposible, borracho como estaba. Perrone se había quebrado el cuello. Pesaba ciento veinte quilos. La rubia corrió a los gritos a su lado. Empezó a gritar que Bellota era un asesino, que todo el mundo se iba a enterar. Estuvo así unos pocos segundos hasta que alguien la durmió de una trompada. Al guardaespaldas se lo llevaron entre cuatro para un patio interno que tenía el Bunker. Ese mismo patio daba a un garaje. Lo iban a llevar a dar una vuelta, a convencerlo de que le convenía no abrir la boca, y hasta es posible que lo emplearan en la seguridad del mismo Bellota. Las fuerzas de choque se absorben fácilmente. Somos mercenarios amorales.
De la rubia no sé más. Espero que haya corrido buena suerte, aunque lo dudo. Ellos saben muy bien que las putas siempre terminan siendo un dolor de cabeza.
Los diarios al otro día titularon como accidental la muerte del diputado. El velatorio se llevó a cabo en el Salón de los pasos perdidos del Congreso y muchos de los asistentes habían estado en el bunker aquel mediodía tarde.
No se puede tener un domingo en paz. Estoy muy descompuesto, tendré que pasarme un par de días fuera de servicio, encerrado, mirando televisión y tomando apasmo, comiendo arroz blanco, a ver si se me pasa la patada al hígado.
Cuando estaba en actividad comía muy bien, y no tomaba alcohol ni fumaba. Pero desde que estoy en esto como para la mierda. Mucho pan, mucho frito. Comidas a deshoras, de noche algo de delivery y así no hay estómago que aguante.
martes, 19 de agosto de 2008
Apercat Gutierrez- Entrega ocho
El boxeo no te sirve de nada cuando alguien pela un fierro. Es una cagada, tanto entrenar y entrenar para que venga un vago de mierda y te pegue cuatro tiros a quemarropa.
Me enoja mucho que nos tengamos que andar cuidando de los que usan armas, usándolas uno también, para defenderse adecuadamente. En mi oficio, si no se aprende a usar un arma se está muerto de entrada. A mi no me gustan las armas de fuego. Prefiero la pelea a mano limpia, a lo sumo armas blancas, navajas o cuchillos, para lo cual se requiere también cierta técnica y aprendizaje. En cambio cualquier idiota te pega un tiro sin preguntar. Siempre respeté a los cuchilleros que salen a la calle con una faquita y te despellejan a cualquiera. Hace un tiempo, en una jornada de entrenamiento y capacitación de una agencia en la que se desarrolló un sistema total de combate, aprendí a usar la sevillana. Una hermosura sentir la hoja cortar el aire. Ese zumbido es musical.
Una vez me tocó ver una muerte terrible. Yo estaba con un tipo, un pesado del peronismo. Estábamos en un bar por unos negocios que había que cerrar. A mi me había mandado Torrencio, para que estuviera todo bien y para que lo pudiera informar en seguida si aparecía algún problema. El otro tipo se llamaba Tijereta Martínez. Era hombre de Vetusto Roldán, Diputado que cuidaba los intereses de Ameghino Saralegui, empresario metalúrgico y líder sindical. El negocio en el que estábamos como representantes de dos partes intervinientes, trataba de la apertura de unos locales bailables que funcionarían como puteríos. El bar era de Ruperto Santín, y teníamos que hablar con su hombre de confianza, Sorrento Lagarde. Eran las tres de la tarde y el bar estaba cerrado para que nos entendiéramos tranquilamente. Tijereta había venido todo el camino tomando cocaína en el auto que yo manejaba. Era un petizo hijo de puta, yo lo tenía de antes, porque había estado preso con Demetrio Valenzuela, que había trabajado un tiempo con Torrencio. Demetrio había hecho un trabajo con otros cuatro. Uno de ellos cayó. En el tire y afloje con la cana parece que dijo un par de nombres. Cayeron los cuatro en cana en menos de un mes. Demetrio escondió la plata, y le pareció una buena idea protegerse detrás de ese secreto. Uno de los cuatro era Tijereta. Estuvieron unos meses en el mismo penal, pero en distintos pabellones. Demetrio comía en su celda y no salía de ella, salvo raras excepciones. Tijereta arregló con algùn celador y pudo hacer que lo pasaran a la misma celda que Demetrio. Tijereta iba a ser trasferido de penal. Era su oportunidad y no la desaprovechó. Lo pinchó todo, lo tendió en la cama y lo cubrió con una frazada. Todos los días lo meaba un par de veces para que no lo delatara el olor a muerto.
Esa tarde en el bar teníamos que acordar las cuestiones legales del negocio: había que arreglar a unos cuantos. En esa charla de decidía quién arreglaba a quién. Un par de jueces, algunos políticos, las camisarías con jurisdicción en la zona. El que tenía contactos con llegada a los jueces, se ocupaba de coimearlos. El que tenía llegada directa, o a través de terceros, en diputados, se encargaba. El que se entendía con la cana de la zona hacía lo suyo. Tijereta estaba como loco, porque Sorrento Lagarde le había ofrecido café en vez de whisky. Tenía una bronca germinal que siempre terminaba cagando algún laburo. Siempre había que tapar las cagadas que se mandaba. Eso es lo que me había avisado Torrencio cuando me dio las instrucciones. Yo estaba ahí para tratar de que las cosas no se desmadraran. Algo muy pero muy difícil con tipos como Tijereta. Vetusto Roldan lo mantenía entre sus hombres porque era leal y sanguinario. Perfecta fuerza de choque. Era petizo y no valía mucho. Cualquiera con un poco de huevo le podía pegar una revolcada. Pero era vengativo y extremo. Capaz de matar por cosas insignificantes como que le ofrecieran café en vez de whisky. Esa tarde la discusión se fue calentando. No había caso, Tijereta estaba emperrado en que Sorrento lo había tratado de maricón, y él no podía soportarle a nadie que lo llamara maricón. Cuando Sorrento quiso calmar las cosas y explicarle, sonrió, y le dijo que no fuera absurdo, que él no lo trataba de ningún modo, que apenas si lo conocía, y que le ofrecía todo el whisky del local. Pero ya era tarde, la ira ya se había adueñado de la voluntad de Tijereta. Era imposible hacerlo razonar. Tijereta sacó una tijera que siempre llevaba. Se la calzó en los dedos y la abrió, de ese modo los accesos de entrada al cuerpo se duplicaban. Era verdaderamente sanguinario. Sorrento manoteó un chuchillo de uno de los cajones de la barra, y lo enfrentó viendo que la cosa iba para ese lado. Se trabaron en una pelea. La tijera y el chuchillo chocaban y sacan chispa. Le grité a Tijereta para que soltara la tijera, y me tiró un tijeretazos a mí también. Le dijo al otro que lo tenía que matar, que no podía perdonar la ofensa. Se tiraron unos cuantos puntazos, hasta que en una maniobra desafortunada de Sorrento, Tijereta le esquiva la estocada y le clava la tijera en la muñeca, haciendo que el otro arroje el cuchillo. Sin darle respiro tiró otra vez el tijeretazo dándole a la altura de las costillas derechas. Repitió tres veces seguidas el movimiento. En la última lo apartó y le clavó la tijera en el cuello. En ese momento Tijereta me daba la espalda. Me moví rápido y lo tomé por detrás, trabándole los dos brazos, pero se me zafó, y se le fue encima otra vez, le siguió clavando la tijera en el cuello, pero Sorrento ya estaba en el piso, boqueando sangre.
Yo me había calentado de verdad. Estaba loco. Se lo decía a los gritos y él, manchado de sangre, echando espuma por la boca, se empezó a cagar de risa y me dijo que en el mundo había un hijo de puta menos. El negocio se hizo igual. Mandaron a alguien para que limpiara el lugar, se dejaron pasar unos días y se siguió con los preparativos. Se querían abrir tres whiskerías vip en el centro y otras dos en Belgrano. La cosa estaba cocinada, había que reajustar unos detalles, hacer firmar las autorizaciones y listo.
A Tijereta lo mandaron a Uruguay, a arreglar con la gente de un casino. Le dieron plata y tiempo suficiente como para que se tomara unos días y se relajara un poco. Pero eso era imposible para un tipo como él. Hay tipos con una violencia desmedida que aman hacer daño. No pelean sólo por el gusto de pelear, de probarse, de medirse con el otro. Les gusta la sangre y el sufrimiento ajeno. Encuentran agravios y enemigos en todas partes. El que busca encuentra. Y si no encuentra, inventa. La cuestión es hacer sufrir al otro. Si yo me tengo que pelear con alguien que arruga, en ese momento se acabó la historia. Cuando uno se pelea por gusto o porque le quiere dar un escarmiento a alguien, puede pegar una o dos trompadas de más, pero cuando el otro está sometido, ya está, se acabó.
Para tipos como el Tijereta eso no es así. La cosa se termina cuando ellos quieren. Y siempre quieren más.
Me enoja mucho que nos tengamos que andar cuidando de los que usan armas, usándolas uno también, para defenderse adecuadamente. En mi oficio, si no se aprende a usar un arma se está muerto de entrada. A mi no me gustan las armas de fuego. Prefiero la pelea a mano limpia, a lo sumo armas blancas, navajas o cuchillos, para lo cual se requiere también cierta técnica y aprendizaje. En cambio cualquier idiota te pega un tiro sin preguntar. Siempre respeté a los cuchilleros que salen a la calle con una faquita y te despellejan a cualquiera. Hace un tiempo, en una jornada de entrenamiento y capacitación de una agencia en la que se desarrolló un sistema total de combate, aprendí a usar la sevillana. Una hermosura sentir la hoja cortar el aire. Ese zumbido es musical.
Una vez me tocó ver una muerte terrible. Yo estaba con un tipo, un pesado del peronismo. Estábamos en un bar por unos negocios que había que cerrar. A mi me había mandado Torrencio, para que estuviera todo bien y para que lo pudiera informar en seguida si aparecía algún problema. El otro tipo se llamaba Tijereta Martínez. Era hombre de Vetusto Roldán, Diputado que cuidaba los intereses de Ameghino Saralegui, empresario metalúrgico y líder sindical. El negocio en el que estábamos como representantes de dos partes intervinientes, trataba de la apertura de unos locales bailables que funcionarían como puteríos. El bar era de Ruperto Santín, y teníamos que hablar con su hombre de confianza, Sorrento Lagarde. Eran las tres de la tarde y el bar estaba cerrado para que nos entendiéramos tranquilamente. Tijereta había venido todo el camino tomando cocaína en el auto que yo manejaba. Era un petizo hijo de puta, yo lo tenía de antes, porque había estado preso con Demetrio Valenzuela, que había trabajado un tiempo con Torrencio. Demetrio había hecho un trabajo con otros cuatro. Uno de ellos cayó. En el tire y afloje con la cana parece que dijo un par de nombres. Cayeron los cuatro en cana en menos de un mes. Demetrio escondió la plata, y le pareció una buena idea protegerse detrás de ese secreto. Uno de los cuatro era Tijereta. Estuvieron unos meses en el mismo penal, pero en distintos pabellones. Demetrio comía en su celda y no salía de ella, salvo raras excepciones. Tijereta arregló con algùn celador y pudo hacer que lo pasaran a la misma celda que Demetrio. Tijereta iba a ser trasferido de penal. Era su oportunidad y no la desaprovechó. Lo pinchó todo, lo tendió en la cama y lo cubrió con una frazada. Todos los días lo meaba un par de veces para que no lo delatara el olor a muerto.
Esa tarde en el bar teníamos que acordar las cuestiones legales del negocio: había que arreglar a unos cuantos. En esa charla de decidía quién arreglaba a quién. Un par de jueces, algunos políticos, las camisarías con jurisdicción en la zona. El que tenía contactos con llegada a los jueces, se ocupaba de coimearlos. El que tenía llegada directa, o a través de terceros, en diputados, se encargaba. El que se entendía con la cana de la zona hacía lo suyo. Tijereta estaba como loco, porque Sorrento Lagarde le había ofrecido café en vez de whisky. Tenía una bronca germinal que siempre terminaba cagando algún laburo. Siempre había que tapar las cagadas que se mandaba. Eso es lo que me había avisado Torrencio cuando me dio las instrucciones. Yo estaba ahí para tratar de que las cosas no se desmadraran. Algo muy pero muy difícil con tipos como Tijereta. Vetusto Roldan lo mantenía entre sus hombres porque era leal y sanguinario. Perfecta fuerza de choque. Era petizo y no valía mucho. Cualquiera con un poco de huevo le podía pegar una revolcada. Pero era vengativo y extremo. Capaz de matar por cosas insignificantes como que le ofrecieran café en vez de whisky. Esa tarde la discusión se fue calentando. No había caso, Tijereta estaba emperrado en que Sorrento lo había tratado de maricón, y él no podía soportarle a nadie que lo llamara maricón. Cuando Sorrento quiso calmar las cosas y explicarle, sonrió, y le dijo que no fuera absurdo, que él no lo trataba de ningún modo, que apenas si lo conocía, y que le ofrecía todo el whisky del local. Pero ya era tarde, la ira ya se había adueñado de la voluntad de Tijereta. Era imposible hacerlo razonar. Tijereta sacó una tijera que siempre llevaba. Se la calzó en los dedos y la abrió, de ese modo los accesos de entrada al cuerpo se duplicaban. Era verdaderamente sanguinario. Sorrento manoteó un chuchillo de uno de los cajones de la barra, y lo enfrentó viendo que la cosa iba para ese lado. Se trabaron en una pelea. La tijera y el chuchillo chocaban y sacan chispa. Le grité a Tijereta para que soltara la tijera, y me tiró un tijeretazos a mí también. Le dijo al otro que lo tenía que matar, que no podía perdonar la ofensa. Se tiraron unos cuantos puntazos, hasta que en una maniobra desafortunada de Sorrento, Tijereta le esquiva la estocada y le clava la tijera en la muñeca, haciendo que el otro arroje el cuchillo. Sin darle respiro tiró otra vez el tijeretazo dándole a la altura de las costillas derechas. Repitió tres veces seguidas el movimiento. En la última lo apartó y le clavó la tijera en el cuello. En ese momento Tijereta me daba la espalda. Me moví rápido y lo tomé por detrás, trabándole los dos brazos, pero se me zafó, y se le fue encima otra vez, le siguió clavando la tijera en el cuello, pero Sorrento ya estaba en el piso, boqueando sangre.
Yo me había calentado de verdad. Estaba loco. Se lo decía a los gritos y él, manchado de sangre, echando espuma por la boca, se empezó a cagar de risa y me dijo que en el mundo había un hijo de puta menos. El negocio se hizo igual. Mandaron a alguien para que limpiara el lugar, se dejaron pasar unos días y se siguió con los preparativos. Se querían abrir tres whiskerías vip en el centro y otras dos en Belgrano. La cosa estaba cocinada, había que reajustar unos detalles, hacer firmar las autorizaciones y listo.
A Tijereta lo mandaron a Uruguay, a arreglar con la gente de un casino. Le dieron plata y tiempo suficiente como para que se tomara unos días y se relajara un poco. Pero eso era imposible para un tipo como él. Hay tipos con una violencia desmedida que aman hacer daño. No pelean sólo por el gusto de pelear, de probarse, de medirse con el otro. Les gusta la sangre y el sufrimiento ajeno. Encuentran agravios y enemigos en todas partes. El que busca encuentra. Y si no encuentra, inventa. La cuestión es hacer sufrir al otro. Si yo me tengo que pelear con alguien que arruga, en ese momento se acabó la historia. Cuando uno se pelea por gusto o porque le quiere dar un escarmiento a alguien, puede pegar una o dos trompadas de más, pero cuando el otro está sometido, ya está, se acabó.
Para tipos como el Tijereta eso no es así. La cosa se termina cuando ellos quieren. Y siempre quieren más.
viernes, 15 de agosto de 2008
Apercat Gutierrez- Entrega siete
Ella era esplendorosa. Tenía un ímpetu descomunal. Si le gustaba algo se lo llevaba, lo que quería hacer, lo hacía. Yo estoy acostumbrado a tratar seres de esa calaña. Gente sin brida, desbocada, violenta, vital. Herminia era perfecta, no tenía freno. Era extrema, animal. Una verdadera hembra salvaje. La vi cagar a trompadas a dos tipos más grandes que ella. Los dejó tendidos. Al primero lo bajó de una patada en los huevos, y se le fue al segundo que la esperaba, canchereando, dándole cierta ventaja. Le tapó el sopapo que el tipo le sacudió y le pateó la rodilla derecha. Se la dejó con quebradura expuesta. Una loca.
Yo me cuido del amor como de la peste. El amor es para los débiles. Porque el amor destruye.
No me puedo permitir flaquezas. No me puedo ablandar. Tengo que estar entero. La noche que murió Herminia, dos de ellos me llevaron a un bar. Nos re mamamos. Destrozamos el local y a los que estaban adentro. Nadie nos pudo parar. Fue como un homenaje a Herminia. Todos, los tres, nos habíamos acostado con ella. Yo en ese momento era el titular, pero tenía varios suplentes. No soy una persona fiel, por lo que no exijo fidelidad. Me diferencio de esos machos hipócritas que piden lo que no dan. Trato de no ser machista, aunque en el ambiente en el que me muevo es difícil no caer en la tentación de serlo. Ser machista es mucho más cómodo que no serlo. Yo tampoco soy un gran caballero. Es una práctica que exige ciertas destrezas. Más bien soy apático, tranquilo, medido.
Esa noche me despedí de ella. No es que no la recuerde a diario, pero ya no puedo hacer nada, está muerta. No me puedo atar a algo que no existe nada más que en mi cabeza.
Después de eso anduve un tiempo parado, gastando plata ahorrada. Tengo una cuenta en la que siempre deposito algo. La estoy juntando para los gimnasios. En lo que trabajo se saca bastante. Pero siempre hay gastos fijos. Hay que cambiar de auto bastante seguido, para que no lo marquen. Si se conoce el auto de alguien, puede saberse todo. Un auto es lo mas fácil de ubicar. Hay que comprar armas. Hay que arreglar a algunos. También, a veces, hay que guardarse un tiempo o se cae en cana, y eso es un gastadero de plata. En época de gastos imprevistos se reducen los ahorros y es un bajón. Porque después hay que agarrar cosas más peligrosas para recuperar lo perdido.
Después de mi última pelea, me quedé cerca de Torrencio. Me tiraba plata todos los meses. Me sacaba de los agujeros en los que me metía. Medio que me apradinó. Yo pude haber tenido una buena carrera como boxeador. Venía bien, pero me crucé con uno que me bajó del ring para siempre.
Torrencio al tiempo me empezó a tirar trabajitos, encargos, mandados, y de repente estuve metido en la seguridad. Siempre me dio trabajos. Desde que lo conozco nunca me dejó en banda. Yo nunca largué el entrenamiento. Por supuesto que no tengo el estado que tenía cuando era pendejo, pero me mantengo. Soy bueno en esto, y si a Torrencio le rinde, a mí también. El sabe perfectamente que en cualquier momento me meto en otras cosas, y calculo que lo va a consentir, que lo va a entender. Él mismo, de a poco me fue largando soga, dándome laburos en los que sabía que me iba a relacionar con otro malandraje. De las relaciones nacen trabajos para hacer. Siempre se necesitan tipos duros. Hay un par de cosas que estuve viendo, algunas personas que me llamaron, que me propusieron historias. Lo estoy pensando. Todavía no hay nada que me interese. Todos choreos, no me convence. Yo quiero otra cosa, algo diferente. Que tenga que ver más con lo mío. Yo soy guardaespaldas profesional. Eso es lo que me gusta, trabajos tranquilos, sin tanta acción. Mejor todavía si no está fuera de la ley. Pero eso es muy difícil, la plata está del otro lado, y para ir a buscarla hay que saltar el alambrado. En eso ando por el momento, a la pesca. Ya va a aparecer algo interesante.
Yo me cuido del amor como de la peste. El amor es para los débiles. Porque el amor destruye.
No me puedo permitir flaquezas. No me puedo ablandar. Tengo que estar entero. La noche que murió Herminia, dos de ellos me llevaron a un bar. Nos re mamamos. Destrozamos el local y a los que estaban adentro. Nadie nos pudo parar. Fue como un homenaje a Herminia. Todos, los tres, nos habíamos acostado con ella. Yo en ese momento era el titular, pero tenía varios suplentes. No soy una persona fiel, por lo que no exijo fidelidad. Me diferencio de esos machos hipócritas que piden lo que no dan. Trato de no ser machista, aunque en el ambiente en el que me muevo es difícil no caer en la tentación de serlo. Ser machista es mucho más cómodo que no serlo. Yo tampoco soy un gran caballero. Es una práctica que exige ciertas destrezas. Más bien soy apático, tranquilo, medido.
Esa noche me despedí de ella. No es que no la recuerde a diario, pero ya no puedo hacer nada, está muerta. No me puedo atar a algo que no existe nada más que en mi cabeza.
Después de eso anduve un tiempo parado, gastando plata ahorrada. Tengo una cuenta en la que siempre deposito algo. La estoy juntando para los gimnasios. En lo que trabajo se saca bastante. Pero siempre hay gastos fijos. Hay que cambiar de auto bastante seguido, para que no lo marquen. Si se conoce el auto de alguien, puede saberse todo. Un auto es lo mas fácil de ubicar. Hay que comprar armas. Hay que arreglar a algunos. También, a veces, hay que guardarse un tiempo o se cae en cana, y eso es un gastadero de plata. En época de gastos imprevistos se reducen los ahorros y es un bajón. Porque después hay que agarrar cosas más peligrosas para recuperar lo perdido.
Después de mi última pelea, me quedé cerca de Torrencio. Me tiraba plata todos los meses. Me sacaba de los agujeros en los que me metía. Medio que me apradinó. Yo pude haber tenido una buena carrera como boxeador. Venía bien, pero me crucé con uno que me bajó del ring para siempre.
Torrencio al tiempo me empezó a tirar trabajitos, encargos, mandados, y de repente estuve metido en la seguridad. Siempre me dio trabajos. Desde que lo conozco nunca me dejó en banda. Yo nunca largué el entrenamiento. Por supuesto que no tengo el estado que tenía cuando era pendejo, pero me mantengo. Soy bueno en esto, y si a Torrencio le rinde, a mí también. El sabe perfectamente que en cualquier momento me meto en otras cosas, y calculo que lo va a consentir, que lo va a entender. Él mismo, de a poco me fue largando soga, dándome laburos en los que sabía que me iba a relacionar con otro malandraje. De las relaciones nacen trabajos para hacer. Siempre se necesitan tipos duros. Hay un par de cosas que estuve viendo, algunas personas que me llamaron, que me propusieron historias. Lo estoy pensando. Todavía no hay nada que me interese. Todos choreos, no me convence. Yo quiero otra cosa, algo diferente. Que tenga que ver más con lo mío. Yo soy guardaespaldas profesional. Eso es lo que me gusta, trabajos tranquilos, sin tanta acción. Mejor todavía si no está fuera de la ley. Pero eso es muy difícil, la plata está del otro lado, y para ir a buscarla hay que saltar el alambrado. En eso ando por el momento, a la pesca. Ya va a aparecer algo interesante.
jueves, 14 de agosto de 2008
Apercat Gutierrez-entrega seis
Recuerdo una vez que me metí con una mina tremenda. Me tocó trabajar en la casa de un tipo de guita. Tenía varios negocios en franquicia. Se decía en verdad, que lavaba dinero de la droga. El tipo tenía mucha pero mucha plata. Vivía en una mansión infernal en San Isidro. Me contrató cuando yo trabajaba en una agencia de seguridad. Había hecho una compra de varios cuadros originales a un Museo de arte en Los Ángeles. Los iba a colocar en una galería, y nosotros teníamos que transportar los cuadros del Aeropuerto a su casa, y después, a los tres días, a una galería en Recoleta. Esos tres días que los cuadros iban a estar en la casa, nosotros nos teníamos que quedar a custodiarlos. Una estupidez. No sé la torta que habrá puesto el tipo. Una muy buena entrada para la agencia, y nosotros a sueldo fijo. La casa tenía un inmenso parque. Había, no muy alejada, una construcción con habitación, cocina y baño. Seguramente se había construido para un antiguo casero. Me enteré que la mansión tenía algo más de cien años. En esa casita nos quedamos Sandro Pugliese y yo, vigilando la casa. Era un trabajo más que pelotudo, ¿a quién se le ocurriría el robo de unas pinturas en una casa vigilada? Parece que a más de uno. Las obras estaban valuadas en 15 millones de dólares. Esa noche cayeron dos grupos distintos a robarlas.
Es impensado que a dos personas diferentes se les ocurra robar la misma casa a la misma hora. Yo todavía no lo puedo creer. A veces se lo atribuyo a la suerte. Pero no creo en la suerte, sino más bien en la causalidad. Pero a veces la causalidad es tan extraña que a uno le entran dudas al respecto. Dos grupos de tres personas cada una. Todos armados y dispuestos a llevarse las obras a como fuere. Se mataron entre ellos. Ni Sandro ni yo tuvimos que disparar un solo tiro. Después de la balacera que se armó, fuimos a ver. Todos desperdigados por el parque. Cuatro muertos y dos heridos. Les sacamos las armas y llevamos a los sobrevivientes a la casita. Uno tenía una herida en el muslo y ella, Herminia, tenía un agujero de bala que le traspasaba el hombro derecho. El otro estaba en un grito, pero ella era una serpiente fría, ni una sola queja. Les hicimos un par de preguntas antes de que llegara la ambulancia y la policía. Cada uno de ellos nos contó su lado de los hechos. Eran dos bandas diferentes y no se conocían entre sí. No se podía creer, parecía una cámara oculta. Recuerdo que Sandro propuso esa explicación. Pero no, todo era real, seis pelotudos con un plan idiota. Herminia nos quería convencer de que la dejáramos ir. Nos haría llamar luego, por uno de la banda, para hacer algo mejor que estar cuidando plata ajena. Le dijimos que no la íbamos a dejar ir. Pero al decirlo, Sandro me miró y en sus ojos había como una alegría inusitada, parecida, calculo, a la que sentía yo al oírla hablar. Sin decirnos una sola palabra, sobreentendiendo todo, Sandro abrió la puerta, y salió a ver si había moros. Yo ayudé a que el otro se incorporara y les indiqué la pared que debían saltar para irse. Les devolví sus armas descargadas y los dejamos libres. Arreglamos con Sandro la versión de los hechos y nos preparamos para hablar con la policía. Nadie en la casa había salido al parque, así que ninguno podía saber la cantidad de personas que habían intentado robar los cuadros. Habrán estado debajo de la cama, esperando que pasara todo, marcando el 911 de algún teléfono celular. Creyeron lo que les dijimos. Dos bandas paralelas, dos integrantes cada una. La cosa era demasiado descabellada como para que no creyeran todo lo demás. Sandro la jugó de poco comunicativo, y yo conté la historia que habíamos acordado. Si habla uno solo , es más difícil caer en una contradicción que despierte sospechas. Los policías desconfían siempre de nosotros. Es como si fuéramos una raza menor. Algunos policías retirados se emplean en las agencias, pero inmediatamente pasan a ser civiles con armas, por más permisos que se tengan. A ningún policía le gusta tener cerca civiles con armas. Estamos acostumbrados. A mí mucho no me importa. Si no me encuentran en nada no pueden culparme. Y en verdad ni Sandro ni yo habíamos hecho nada esa vez. Omitimos ciertos detalles, nada más. Herminia me llamó como a la semana, cuando pensé que nunca más la volvería a ver. Me dijo que si me interesaba la cosa. Le dije que me diera detalles, y me dijo que por teléfono no, que nos viéramos en un bar al otro día. Pero me pidió que fuera solo, no lo querían a Sandro cerca. Se ve que de algún modo habían dado con su historial: ex Sargento de la 37. Del mismo modo que a los polis no les gustan los de seguridad privada, a los chorros no les gustan los polis, por más que sean retirados.
Llegué al bar media hora más tarde. Quedaba en Chacarita. Me senté en una mesa contra la ventana, cerca de la puerta, deformación profesional. Al rato, estacionó una cupé taunnus bordó con un monigote al volante. Bajó Herminia como si fuera una diva del rocanrrol. Detrás de ella bajó también el monigote. Se sentaron a mi mesa. Él muchacho era verdaderamente enorme. Le señalé el vendaje en el hombro y me sonrió. Me preguntó que cómo andaba. Le dije que nada nuevo, que las cosas estaban bien. Me preguntó también si había tenido mucho problema con la cana. Salvo las preguntas de rutina en la casa, no volvieron a molestarme. Los cuadros ya estaban sanos y salvos en la galería de Recoleta. El grandote me miraba con desconfianza, yo cada vez que encontraba su mirada le sonreía automáticamente. Le pedí a Herminia que me contara de su ofrecimiento. Ella y el monigote pertenecían a una banda de piratas del asfalto. Se dedicaban mas que nada a robar obras de arte. Museos, casas de empeño importantes, casas particulares, depósitos y ese tipo de lugares. A veces, si era un buen dato, camiones de caudales que transportan las obras. Con ellos robé tres veces. El último robo mío con la banda también fue el último de ella. Le pegaron un tiro en el pecho en el tiroteo que se armó con los de seguridad del museo de bellas artes. La banda no planificaba meticulosamente los robos. Trabaja tipo comando. Estacionaba una camioneta en la puerta del museo, se bajan cuatro o cinco monos armados, ponían a los de seguridad, agarraban los cuadros, a la camioneta y a desaparecer. Se corría mucho peligro. A veces la policía llegaba a tiempo y había enfrentamientos.
Cuando los conocí me di cuenta que estaban todos locos. Les encantaba la plata pero tambien el peligro. La banda se renovaba constantemente porque las bajas eran comunes. Yo fui un reemplazo más. Cuando la vi tirada en el piso, con las tetas hechas mierdas por un itacazo, supe que era tiempo de irme. Los tres robos, a pesar de las muertes del tercero, dejaron buena guita.
En el primero nos robamos un Bottichelli, dos Bacon y un alhajero con treinta mil dólares en joyas. En el segundo, Tres Velásquez, cuatro Rivera y cinco Modigliani. En el tercer robo había mucho en juego. Unas estatuas egipcias de Sejmet de la decimoctava dinastía, dedicadas al faraón Amenhotep III.
Trabajábamos por encargo. Llegaba el dato del lugar, los detalles de la seguiridad, las obras que había que robar y se hacía. Después era pasar el tiempo. Entre robo y robo podían haber uno o dos meses en los que no se hacía nada, o se hacían cosas de poca monta como para ir tirando. Estuve siete meses metido en la organización. A la semana ya estaba con ella, durmiendo de día y saliendo de tardecita, yendo a tres boliches en una misma noche, tomando merca con todo el mundo en cualquier parte. Herminia era el desparpajo puro. Peinaba en todos lados. Conocía a mucha gente. Durante esos meses le anduve atrás como un perro faldero.
Es impensado que a dos personas diferentes se les ocurra robar la misma casa a la misma hora. Yo todavía no lo puedo creer. A veces se lo atribuyo a la suerte. Pero no creo en la suerte, sino más bien en la causalidad. Pero a veces la causalidad es tan extraña que a uno le entran dudas al respecto. Dos grupos de tres personas cada una. Todos armados y dispuestos a llevarse las obras a como fuere. Se mataron entre ellos. Ni Sandro ni yo tuvimos que disparar un solo tiro. Después de la balacera que se armó, fuimos a ver. Todos desperdigados por el parque. Cuatro muertos y dos heridos. Les sacamos las armas y llevamos a los sobrevivientes a la casita. Uno tenía una herida en el muslo y ella, Herminia, tenía un agujero de bala que le traspasaba el hombro derecho. El otro estaba en un grito, pero ella era una serpiente fría, ni una sola queja. Les hicimos un par de preguntas antes de que llegara la ambulancia y la policía. Cada uno de ellos nos contó su lado de los hechos. Eran dos bandas diferentes y no se conocían entre sí. No se podía creer, parecía una cámara oculta. Recuerdo que Sandro propuso esa explicación. Pero no, todo era real, seis pelotudos con un plan idiota. Herminia nos quería convencer de que la dejáramos ir. Nos haría llamar luego, por uno de la banda, para hacer algo mejor que estar cuidando plata ajena. Le dijimos que no la íbamos a dejar ir. Pero al decirlo, Sandro me miró y en sus ojos había como una alegría inusitada, parecida, calculo, a la que sentía yo al oírla hablar. Sin decirnos una sola palabra, sobreentendiendo todo, Sandro abrió la puerta, y salió a ver si había moros. Yo ayudé a que el otro se incorporara y les indiqué la pared que debían saltar para irse. Les devolví sus armas descargadas y los dejamos libres. Arreglamos con Sandro la versión de los hechos y nos preparamos para hablar con la policía. Nadie en la casa había salido al parque, así que ninguno podía saber la cantidad de personas que habían intentado robar los cuadros. Habrán estado debajo de la cama, esperando que pasara todo, marcando el 911 de algún teléfono celular. Creyeron lo que les dijimos. Dos bandas paralelas, dos integrantes cada una. La cosa era demasiado descabellada como para que no creyeran todo lo demás. Sandro la jugó de poco comunicativo, y yo conté la historia que habíamos acordado. Si habla uno solo , es más difícil caer en una contradicción que despierte sospechas. Los policías desconfían siempre de nosotros. Es como si fuéramos una raza menor. Algunos policías retirados se emplean en las agencias, pero inmediatamente pasan a ser civiles con armas, por más permisos que se tengan. A ningún policía le gusta tener cerca civiles con armas. Estamos acostumbrados. A mí mucho no me importa. Si no me encuentran en nada no pueden culparme. Y en verdad ni Sandro ni yo habíamos hecho nada esa vez. Omitimos ciertos detalles, nada más. Herminia me llamó como a la semana, cuando pensé que nunca más la volvería a ver. Me dijo que si me interesaba la cosa. Le dije que me diera detalles, y me dijo que por teléfono no, que nos viéramos en un bar al otro día. Pero me pidió que fuera solo, no lo querían a Sandro cerca. Se ve que de algún modo habían dado con su historial: ex Sargento de la 37. Del mismo modo que a los polis no les gustan los de seguridad privada, a los chorros no les gustan los polis, por más que sean retirados.
Llegué al bar media hora más tarde. Quedaba en Chacarita. Me senté en una mesa contra la ventana, cerca de la puerta, deformación profesional. Al rato, estacionó una cupé taunnus bordó con un monigote al volante. Bajó Herminia como si fuera una diva del rocanrrol. Detrás de ella bajó también el monigote. Se sentaron a mi mesa. Él muchacho era verdaderamente enorme. Le señalé el vendaje en el hombro y me sonrió. Me preguntó que cómo andaba. Le dije que nada nuevo, que las cosas estaban bien. Me preguntó también si había tenido mucho problema con la cana. Salvo las preguntas de rutina en la casa, no volvieron a molestarme. Los cuadros ya estaban sanos y salvos en la galería de Recoleta. El grandote me miraba con desconfianza, yo cada vez que encontraba su mirada le sonreía automáticamente. Le pedí a Herminia que me contara de su ofrecimiento. Ella y el monigote pertenecían a una banda de piratas del asfalto. Se dedicaban mas que nada a robar obras de arte. Museos, casas de empeño importantes, casas particulares, depósitos y ese tipo de lugares. A veces, si era un buen dato, camiones de caudales que transportan las obras. Con ellos robé tres veces. El último robo mío con la banda también fue el último de ella. Le pegaron un tiro en el pecho en el tiroteo que se armó con los de seguridad del museo de bellas artes. La banda no planificaba meticulosamente los robos. Trabaja tipo comando. Estacionaba una camioneta en la puerta del museo, se bajan cuatro o cinco monos armados, ponían a los de seguridad, agarraban los cuadros, a la camioneta y a desaparecer. Se corría mucho peligro. A veces la policía llegaba a tiempo y había enfrentamientos.
Cuando los conocí me di cuenta que estaban todos locos. Les encantaba la plata pero tambien el peligro. La banda se renovaba constantemente porque las bajas eran comunes. Yo fui un reemplazo más. Cuando la vi tirada en el piso, con las tetas hechas mierdas por un itacazo, supe que era tiempo de irme. Los tres robos, a pesar de las muertes del tercero, dejaron buena guita.
En el primero nos robamos un Bottichelli, dos Bacon y un alhajero con treinta mil dólares en joyas. En el segundo, Tres Velásquez, cuatro Rivera y cinco Modigliani. En el tercer robo había mucho en juego. Unas estatuas egipcias de Sejmet de la decimoctava dinastía, dedicadas al faraón Amenhotep III.
Trabajábamos por encargo. Llegaba el dato del lugar, los detalles de la seguiridad, las obras que había que robar y se hacía. Después era pasar el tiempo. Entre robo y robo podían haber uno o dos meses en los que no se hacía nada, o se hacían cosas de poca monta como para ir tirando. Estuve siete meses metido en la organización. A la semana ya estaba con ella, durmiendo de día y saliendo de tardecita, yendo a tres boliches en una misma noche, tomando merca con todo el mundo en cualquier parte. Herminia era el desparpajo puro. Peinaba en todos lados. Conocía a mucha gente. Durante esos meses le anduve atrás como un perro faldero.
miércoles, 13 de agosto de 2008
Apercat Gutierrez-Entrega cinco
Una vez me tocó pelear con un tipo que me dio verdadero terror. Se llamaba Judas Rey. Un hijo de puta el que le puso el nombre sabiendo el apellido. Judas trabajaba para un político sindical. Antes era barra brava de un equipo de la C, creo que de Villa Dalmine. Terrible animal. Era capaz de sacarse de encima a cuatro sin ensuciarse. Tenía una pequeña debilidad que yo conocía porque entrenó en un gimnasio que frecuenté durante un tiempo. Tenía un ojo fijo, de vidrio. Por eso la saqué barata la vez que me lo crucé. Muchos de los que se tienen que agarrar con él, si saben del ojo, le entran siempre por ese lado, el problema lo tiene en el ojo izquierdo. A los derechos nos queda de maravilla.
Perdió el ojo en una pelea profesional. Era semifondista, tenía condiciones. Se cuenta que el otro se había puesto algo en el guante, una cabeza de clavo, una gillette. Hay algunos locos que se hacen poner eso en un solo round, para herir de sangre al oponente. Terminado el round, ya en el banco, cuando le limpian la sangre cae en la cuenta que no ve. Tiempo más que suficiente para sacar el objeto cortante del guante, y listo. Todo cierra. Pero no sé, yo nunca vi cosa igual. Vi sanguinarios arriba del ring, pero nunca algo semejante.
Nos encontramos con Judas en la puerta de una discoteca. Yo estaba en esa época con el hijo del Delegado general de otro sindicato. El pendejo que se zarpa con el tipo que estaba con Judas, y se armó. Judas lo cazó al pendejo del cogote, yo que se lo saco y terminamos los dos, frente a frente, mientras los otros, los verdaderos implicados, miraban la peleíta. De una, Judas me calzó un codazo en la mandíbula que me dejó un poco mareado; en seguida nomás, me plantó la suela en el pecho y me hizo recular como dos metros. Cuando me paré, se me venía encima, era un tipo rápido y expeditivo. Estas cosas deben ser así, no podemos armar grandes quilombos. Siempre alguno llama a la cana y no hay que exponer a los clientes. Lo esquivé y lo hice pasar de largo, y cuando lo tuve de espaldas por el envión, me le fui encima y le metí una rodilla en los riñones. En seguida, ni bien me afirmé con los dos pies en el suelo, le puse dos manos en la nuca, y esperé que cayera. Se dio vuelta como sí solo hubiera pasado de largo, y los golpes estuvieran en mi imaginación. Cuando se me plató, lo miré a los ojos, y ahí me acordé de él. Vi el ojo brilloso, la mirada muerta. Y cambié al instante la táctica de pelea. Me le paré como zurdo, para confundirlo, él esperaba que mi derecha sólo marcara, y en cambio le ponía dos o tres manos rectas seguidas, y calzaba ganchos con la izquierda. Quiso reaccionar, tiró un par de golpes al aire, pero ya estaba, fue cuestión de segundos. Cuando lo volví a calzar con la derecha y sentí la cara blanda, me paré, esta vez sí como derecho y lo re cagué a trompadas. Era todo un logro ganarle a uno que tuviera tanta fama de gran peleador.
Es hermoso meter un par de piñas bien puestas, sentir que el otro por fin cae. Es toda una cuestión de ego y de orgullo. Sé, y admito, que es bastante extraño, pero cada vez que peleé sentí eso. Pero antes que eso está la adrenalina que sube, las dudas, el miedo asechando, los nervios tensos, las ganas internas de salir a matar, todo mezclado, en un estado terriblemente maravilloso. Cada una de las veces que me subí a un ring, y cada vez que me agarré con alguno, ya sea por gusto propio o por trabajo, me sentí verdaderamente vivo.
Perdió el ojo en una pelea profesional. Era semifondista, tenía condiciones. Se cuenta que el otro se había puesto algo en el guante, una cabeza de clavo, una gillette. Hay algunos locos que se hacen poner eso en un solo round, para herir de sangre al oponente. Terminado el round, ya en el banco, cuando le limpian la sangre cae en la cuenta que no ve. Tiempo más que suficiente para sacar el objeto cortante del guante, y listo. Todo cierra. Pero no sé, yo nunca vi cosa igual. Vi sanguinarios arriba del ring, pero nunca algo semejante.
Nos encontramos con Judas en la puerta de una discoteca. Yo estaba en esa época con el hijo del Delegado general de otro sindicato. El pendejo que se zarpa con el tipo que estaba con Judas, y se armó. Judas lo cazó al pendejo del cogote, yo que se lo saco y terminamos los dos, frente a frente, mientras los otros, los verdaderos implicados, miraban la peleíta. De una, Judas me calzó un codazo en la mandíbula que me dejó un poco mareado; en seguida nomás, me plantó la suela en el pecho y me hizo recular como dos metros. Cuando me paré, se me venía encima, era un tipo rápido y expeditivo. Estas cosas deben ser así, no podemos armar grandes quilombos. Siempre alguno llama a la cana y no hay que exponer a los clientes. Lo esquivé y lo hice pasar de largo, y cuando lo tuve de espaldas por el envión, me le fui encima y le metí una rodilla en los riñones. En seguida, ni bien me afirmé con los dos pies en el suelo, le puse dos manos en la nuca, y esperé que cayera. Se dio vuelta como sí solo hubiera pasado de largo, y los golpes estuvieran en mi imaginación. Cuando se me plató, lo miré a los ojos, y ahí me acordé de él. Vi el ojo brilloso, la mirada muerta. Y cambié al instante la táctica de pelea. Me le paré como zurdo, para confundirlo, él esperaba que mi derecha sólo marcara, y en cambio le ponía dos o tres manos rectas seguidas, y calzaba ganchos con la izquierda. Quiso reaccionar, tiró un par de golpes al aire, pero ya estaba, fue cuestión de segundos. Cuando lo volví a calzar con la derecha y sentí la cara blanda, me paré, esta vez sí como derecho y lo re cagué a trompadas. Era todo un logro ganarle a uno que tuviera tanta fama de gran peleador.
Es hermoso meter un par de piñas bien puestas, sentir que el otro por fin cae. Es toda una cuestión de ego y de orgullo. Sé, y admito, que es bastante extraño, pero cada vez que peleé sentí eso. Pero antes que eso está la adrenalina que sube, las dudas, el miedo asechando, los nervios tensos, las ganas internas de salir a matar, todo mezclado, en un estado terriblemente maravilloso. Cada una de las veces que me subí a un ring, y cada vez que me agarré con alguno, ya sea por gusto propio o por trabajo, me sentí verdaderamente vivo.
Apercat Gutierrez-Entrega cuatro
Se me encargó que convenciera a un tipo de vender una propiedad contigua a un restaurante que Américo Rucci compró hace unos meses. Esperanto Trafalgar, que es como se llama el tipo, tiene una casa, que según cuenta, le perteneció a su abuelo. Dicen que en esa casa paró Gardel, y el tipo la quiere explotar como patrimonio Nacional. Claro que eso mismo le daría al restaurante de Américo otro nivel, y es por eso que necesita imperiosamente comprar la propiedad lindera. De ese modo tendría un local mucho más grande y mucho más redituable. Trafalgar no es cualquier tipo. Tiene un par de negocios inmobiliarios, por lo que tiene también, al igual que Américo, bastante poder. Me las tendré que ver con algunos de sus muchachos. Estoy viendo qué hago, cómo encaro la cosa. Sé que nunca va solo a ninguna parte, y que uno de los que lo acompañan es Animal Peralta, un ex campeón sudamericano de Kick Boxing. Los muchachos de Torrencio me dieron cierta información que puede serme útil: horarios, lugares, y ese tipo de cosas. Ni Américo, ni Torrencio pueden meterse de lleno en este asunto. Tengo que trabajar solo, o en todo caso juntar un par de muchachos que puedan ayudarme si hiciere falta. Eso conlleva a que tenga que repartir la paga, cosa que no estoy dispuesto a hacer, pero es una posibilidad que siempre hay que tener en cuenta.
Trafalgar tiene un piso en la Torre Victoria, en el centro. No es un buen lugar para armar bardo. Está trabajando con unos departamentos en la zona de Villa Urquiza. Unas remodelaciones. Sé que está yendo dos o tres veces por semana, pero nunca es fijo ni el día ni el horario. Tendré que perder tiempo siguiéndolo, encontrar el momento adecuado para hacer lo mío. Cuando va a esos departamentos sólo lo acompaña el Animal, y eventualmente lleva a algún otro muchacho. Eso me tiene sin cuidado. Si bien sé que Animal es de temer, no tengo otra que hacer el intento. Siempre se nos paga, se resuelva o no el asunto. Ese es un acuerdo tácito entre los clientes y nosotros. Lo que pasa es que cuando uno resuelve las cosas, tal vez la paga sea otra. Algún premio. También uno va ascendiendo en complejidad de trabajos: cuanto más complejo y peligroso, más plata también.
Mañana mismo empiezo con todo. Me aprontaré en un auto cerca de su casa y lo seguiré todo el día. Ni bien vaya a los departamentos de Urquiza, me mando y que sea lo que tenga que ser.
Yo quisiera ser una bestia feroz, colérica, temible, pero no puedo ser otra cosa que esto que soy. Un tipo sereno que sabe muy bien lo que quiere. Y es verdad que mucho no quiero. Yo me conformo con muy poco, lo que no estoy dispuesto a negociar es mi círculo de paz. Y sueno como si fuera un pelotudo naturalista y espiritual, que se intoxica de incienso leyendo a tipos con apellidos imposibles. Pero es así. Yo puedo ser el peor si quiero, pero nunca dejo que me gane la rabia o la bronca. Si no pudiese controlar mis instintos sería hombre muerto.
Yo quiero mi gimnasio, entrenar boxeadores, nada más que eso. Meter tipos al ring, enseñarles lo que sé; sería un sueño cumplido. No es tan difícil, conozco a muchos giles que lo lograron. Yo por el momento soy un gil que todavía no lo logró. Creo, huelo, deseo, necesito pensar que estoy muy cerca. Todas las mañanas me lo repito, todas las mañanas me lo creo.
Estuve de recorrida hace unas semanas, viendo un par de pibes, anotando nombres, analizando historiales, y hay muy buen material. Bien llevados pueden dar mucho jugo. Es hora de demostrarme a mí mismo si nací o no para esto. Yo no reniego de mi trabajo. Es como si fuera músico y se me llamara para tocar. Hago lo que sé, ni más ni más. Yo sé de broncas, sé de roscas, de carnicerías, de bardos. En mi oficio las cosas se arreglan de la manera más fácil. Todos los asuntos se dirimen violentamente. Es la forma más natural del mundo. Todos quieren lastimar a otro, quieren que alguien muera. El hombre se refrena pero se cagaría a trompadas en cada esquina. Hay algo en la sociedad que comprime ese deseo interno y totalmente natural. Todo es violento, todo. Los gobiernos lo son, las leyes impuestas, la sociedad misma. Pero ese no es el asunto puntual, porque ese deseo sofrenado ha sido prohibido, y la violencia se inocula imperceptiblemente. Está mal vista la violencia desorganizada. Todo el mundo la practica de una u otra manera, y sin embargo niegan hacerlo y niegan que nieguen.
Es lo que se hace. A mí me gustaría poder decir qué soy como cualquiera, pero soy distinto. Por eso me quiero mover en otro nivel, algo más tranquilo. Representar a dos o tres pibes, poner un par de sucursales del gimnasio. Con eso tendría de sobra, no pido más. Pero necesito plata.
Tuve suerte, el primer día que empecé a seguirlo fue a la obra de Urquiza a eso de las siete de la tarde. Menos mal, odio estar tanto tiempo metido en un auto. Animal lo acompañó adentro de la obra, pero el coche lo manejaba otro tipo. Por lo que me tendría que encargar primero de él, antes de meterme a la obra. El tipo estaba parado contra el auto, fumando y mandando mensajitos por el celular. Le toqué el hombro y cuando se dio vuelta le metí dos cabezazos seguidos en la nariz, dos uppercut en el hígado y por último un codazo en la pera. Lo metí como pude dentro del auto. Pesaría unos ochenta kilos. Lo dejé sentado con las manos atadas con un precinto al volante. Miré para todos lados, pero parecía que nadie me había visto hacer la maniobra. El auto tenía vidrios polarizados, por lo que no llamaría la atención de ningún vecino comedido con la ley y el orden.
Me acomodé la ropa y me metí a la obra. Le pregunté a uno de los albañiles por el señor Trafalgar. Me señaló unas escaleras. Subí y me encontré a media escalera con Animal, sin dejarlo reaccionar le barrí las piernas y lo dejé rodar escaleras abajo. Cuando llegó al descanso, y antes de que se pudiera parar, lo patee en la cabeza. Ahí quedó.
Subí las escaleras y vi a Trafalgar charlando con otro obrero, que tenía unos planos en la mano. Me le acerqué, le mostré lo que tenía en la sobaquera, y le dije que tenía que hablar con él. Se retiró unos metros, miró para todos lados, buscando a Animal. Le dije que estaba durmiendo una siesta, que estábamos solos y que íbamos a poder conversar tranquilamente sin que nadie nos molestase. Le tenía que decir pocas cosas. Que vendiera la casa a Americo Rucci, de caso contrario, María Stella Bores, su mujer, que pasa a buscar por al colegio a las cinco de la tarde a sus dos hijos, Joaquín, de siete, y Ema de nueve, iban a sufrir unas visitas un poco desagradables. Todo un éxito, el tipo va a vender dentro de dos semanas. Cobré una plata extra en calidad de premio por el trabajo. No siempre es así, hay veces que las cosas no son tan fáciles, y me tengo que comer una buena paliza.
Cosas así son las que hago, generalmente se arreglan pacíficamente. La gente no quiere bardo. Los que sí, lo tienen. Igual estoy con ganas de meterme en algo más groso, con más entrada.
Trafalgar tiene un piso en la Torre Victoria, en el centro. No es un buen lugar para armar bardo. Está trabajando con unos departamentos en la zona de Villa Urquiza. Unas remodelaciones. Sé que está yendo dos o tres veces por semana, pero nunca es fijo ni el día ni el horario. Tendré que perder tiempo siguiéndolo, encontrar el momento adecuado para hacer lo mío. Cuando va a esos departamentos sólo lo acompaña el Animal, y eventualmente lleva a algún otro muchacho. Eso me tiene sin cuidado. Si bien sé que Animal es de temer, no tengo otra que hacer el intento. Siempre se nos paga, se resuelva o no el asunto. Ese es un acuerdo tácito entre los clientes y nosotros. Lo que pasa es que cuando uno resuelve las cosas, tal vez la paga sea otra. Algún premio. También uno va ascendiendo en complejidad de trabajos: cuanto más complejo y peligroso, más plata también.
Mañana mismo empiezo con todo. Me aprontaré en un auto cerca de su casa y lo seguiré todo el día. Ni bien vaya a los departamentos de Urquiza, me mando y que sea lo que tenga que ser.
Yo quisiera ser una bestia feroz, colérica, temible, pero no puedo ser otra cosa que esto que soy. Un tipo sereno que sabe muy bien lo que quiere. Y es verdad que mucho no quiero. Yo me conformo con muy poco, lo que no estoy dispuesto a negociar es mi círculo de paz. Y sueno como si fuera un pelotudo naturalista y espiritual, que se intoxica de incienso leyendo a tipos con apellidos imposibles. Pero es así. Yo puedo ser el peor si quiero, pero nunca dejo que me gane la rabia o la bronca. Si no pudiese controlar mis instintos sería hombre muerto.
Yo quiero mi gimnasio, entrenar boxeadores, nada más que eso. Meter tipos al ring, enseñarles lo que sé; sería un sueño cumplido. No es tan difícil, conozco a muchos giles que lo lograron. Yo por el momento soy un gil que todavía no lo logró. Creo, huelo, deseo, necesito pensar que estoy muy cerca. Todas las mañanas me lo repito, todas las mañanas me lo creo.
Estuve de recorrida hace unas semanas, viendo un par de pibes, anotando nombres, analizando historiales, y hay muy buen material. Bien llevados pueden dar mucho jugo. Es hora de demostrarme a mí mismo si nací o no para esto. Yo no reniego de mi trabajo. Es como si fuera músico y se me llamara para tocar. Hago lo que sé, ni más ni más. Yo sé de broncas, sé de roscas, de carnicerías, de bardos. En mi oficio las cosas se arreglan de la manera más fácil. Todos los asuntos se dirimen violentamente. Es la forma más natural del mundo. Todos quieren lastimar a otro, quieren que alguien muera. El hombre se refrena pero se cagaría a trompadas en cada esquina. Hay algo en la sociedad que comprime ese deseo interno y totalmente natural. Todo es violento, todo. Los gobiernos lo son, las leyes impuestas, la sociedad misma. Pero ese no es el asunto puntual, porque ese deseo sofrenado ha sido prohibido, y la violencia se inocula imperceptiblemente. Está mal vista la violencia desorganizada. Todo el mundo la practica de una u otra manera, y sin embargo niegan hacerlo y niegan que nieguen.
Es lo que se hace. A mí me gustaría poder decir qué soy como cualquiera, pero soy distinto. Por eso me quiero mover en otro nivel, algo más tranquilo. Representar a dos o tres pibes, poner un par de sucursales del gimnasio. Con eso tendría de sobra, no pido más. Pero necesito plata.
Tuve suerte, el primer día que empecé a seguirlo fue a la obra de Urquiza a eso de las siete de la tarde. Menos mal, odio estar tanto tiempo metido en un auto. Animal lo acompañó adentro de la obra, pero el coche lo manejaba otro tipo. Por lo que me tendría que encargar primero de él, antes de meterme a la obra. El tipo estaba parado contra el auto, fumando y mandando mensajitos por el celular. Le toqué el hombro y cuando se dio vuelta le metí dos cabezazos seguidos en la nariz, dos uppercut en el hígado y por último un codazo en la pera. Lo metí como pude dentro del auto. Pesaría unos ochenta kilos. Lo dejé sentado con las manos atadas con un precinto al volante. Miré para todos lados, pero parecía que nadie me había visto hacer la maniobra. El auto tenía vidrios polarizados, por lo que no llamaría la atención de ningún vecino comedido con la ley y el orden.
Me acomodé la ropa y me metí a la obra. Le pregunté a uno de los albañiles por el señor Trafalgar. Me señaló unas escaleras. Subí y me encontré a media escalera con Animal, sin dejarlo reaccionar le barrí las piernas y lo dejé rodar escaleras abajo. Cuando llegó al descanso, y antes de que se pudiera parar, lo patee en la cabeza. Ahí quedó.
Subí las escaleras y vi a Trafalgar charlando con otro obrero, que tenía unos planos en la mano. Me le acerqué, le mostré lo que tenía en la sobaquera, y le dije que tenía que hablar con él. Se retiró unos metros, miró para todos lados, buscando a Animal. Le dije que estaba durmiendo una siesta, que estábamos solos y que íbamos a poder conversar tranquilamente sin que nadie nos molestase. Le tenía que decir pocas cosas. Que vendiera la casa a Americo Rucci, de caso contrario, María Stella Bores, su mujer, que pasa a buscar por al colegio a las cinco de la tarde a sus dos hijos, Joaquín, de siete, y Ema de nueve, iban a sufrir unas visitas un poco desagradables. Todo un éxito, el tipo va a vender dentro de dos semanas. Cobré una plata extra en calidad de premio por el trabajo. No siempre es así, hay veces que las cosas no son tan fáciles, y me tengo que comer una buena paliza.
Cosas así son las que hago, generalmente se arreglan pacíficamente. La gente no quiere bardo. Los que sí, lo tienen. Igual estoy con ganas de meterme en algo más groso, con más entrada.
martes, 5 de agosto de 2008
Apercat Gutierrez-Entrega tres
El trabajo ya está hecho. Más de lo mismo. Un cuatro de copas que quiere jugar en primera. Un negocio que se concreta y la plata del arreglo que no aparece. Yo tengo mi estilo: trabajo solo y trato de no llamar demasiado la atención. Estudio los horarios que generalmente se me dan, observo la rutina del tipo, y cuando encuentro un momento que creo oportuno, me mando. Soy rápido y claro. Les hago saber por qué se me contrató, y les pido que hagan lo que tienen que hacer. Siempre les doy 48 horas. Por suerte casi todos cumplen y no tengo que verlos de nuevo. Se han dado casos en que he tenido que volver. Nunca es personal, pero me da mucha rabia que no me hagan caso la primera vez. Les caigo de sorpresa, los miro un segundo a los ojos, y después hago lo que mejor sé hacer. Nunca se me fue la mano, soy un matón, no un asesino. Sé donde golpear para que duela y no deje marcas.
A veces me tocan laburos aburridos. Cuidar a alguno, servirle de escolta. Políticos entreverados en negocios sucios, empresarios mezclados en política. Se pasa mucho tiempo al pedo. Se fuma un montón, se toma demasiado café, a veces unas líneas. Yo por lo general siempre ando con un librito como para matar el aburrimiento. Es muy buena la paga y contadas veces hay que entrar en acción.
Estoy ahorrando para salirme de esto y ponerme un buen gimnasio, a todo trapo. Me gustaría volver a entrenar pibes con condiciones. Con eso sería feliz.
Anoche me volvió a llamar Torrencio, quiere que pase unos días en un country de Pilar, cuidando a la esposa de uno que va a estar de viaje. Mañana a la tardecita me pasan a buscar por Rivadavia y Jean Jaures. Siempre he sido precavido, tanto como ellos. Las esquinas en dónde me levantan nunca son las mismas. Sólo los bares se repiten, calculo que en los bares a plena luz del día y delante de gente anónima se sentirán a su placer, haciendo de las suyas sin que nadie lo note. Sólo me pueden contactar a un celular que uso únicamente para esto. Nadie sabe dónde vivo, o eso es al menos lo que creo. De la misma manera que obtienen todos los datos que necesitan de los tipos a los que tengo que apretar, del mismo modo podrían obtener datos míos. Seguro que más de una vez me han mandado a seguir. Vivo solo y no tengo a nadie. Es por eso que puedo hacer lo que hago. Y es por eso tal vez que se me contrata tan seguido. Hay como una seguridad en mi completa soledad. Es mejor para todos que no haya gente inocente mezclada. Estas cuestiones se arreglan casi siempre entre matones y tipos como yo. Un empresario le pide a su jefe de seguridad que contrate un matón para apretar a un político que no está a la altura de las circunstancias. Ese matón contratado va a hacer su trabajo y se las tiene que ver con el guardaespaldas del político. Y siempre es así. Ellos impolutos y nosotros unos contra otros. Son las reglas del juego. Y nadie se queja. Igual hablamos sin saber, porque raras veces tenemos datos ciertos de los que nos contratan e incluso de las víctimas. Se nos da carne podrida adrede, para que no existan conexiones que puedan implicarlos.
Cierto año me metí en un círculo de peleas clandestinas. Se movía mucha plata. A los peleadores sólo les pagaban si ganaban. Eso hacía que las peleas fueran en verdad batallas sangrientas en las que hasta el público participaba. Las apuestas eran muy altas. Había de todo: prestamistas, jugadores afiebrados que habían encontrado en esas luchas una vía de escape para dar rienda suelta a la patología que sufren, ex boxeadores que apostaban guiados por la experiencia que creían tener, empresarios que iban a ver las posibilidades de un negocio creciente.
Los organizadores mezclaban en el ring boxeo con lucha grecorromana; judo con kung-fu o Karate o Tae kwon do, boxeo tailandés con pelea callejera. Y a veces, cuando los retadores lo merecían, respetaban la paridad de disciplinas. Una noche tuve que enfrentarme con el Isleño Amenabar, un matarife oriundo del Tigre. Yo lo tenía sólo de nombre, en sus tiempos de federado era de mi misma categoría, pero había engordado unos diez quilos por encima de mi peso. Era un pegador potente, por lo que me tenía que cuidar de su derecha y entrarle con ganchos y jabs combinados. Las peleas no tenían referí ni campana. La contienda se terminaba cuando uno de los dos, si podía, pedía la toalla o caía a la lona.
Noté mucho miedo en su mirada, pero yo no era el causante de ese miedo, había algo que me excedía. Él era un peleador mucho más temible, pero en ese entonces yo estaba en buen estado. Las apuestas me habían propuesto como el favorito. Lo aventajaba cinco a uno.
Lo mantuve unos minutos a distancia, hasta que se acercó con un directo de derecha que marró. Le calcé dos ganchos seguidos en el riñón que lo dejaron sin aire. Lo tuve a mal traer durante un rato, hasta que se me vino encima y me trabó en clinch. Balbuceaba algo inentendible. Escupió el protector bucal y me dijo que me tirara, que íbamos cincuenta y cincuenta. Había apostado una gran suma a su favor, si no ganaba lo matarían. Me lo saqué de encima y lo marqué con la izquierda mientras ordenaba lo que me había dicho. Esas peleas estaban llenas de entuertos. Sabía que muchos de los boxeadores que peleaban y se enredaban en las apuestas terminaban en los obituarios con velatorio en la confederación. No estaba dispuesto a perder, necesitaba la plata que se me pagaría, y me dispuse a ganar la pelea. Avance, y lo retuve entre las cuerdas, le di en todos lados pero no caía. Lo tuve cerca del Ko más de tres veces, pero no logré voltearlo. Era duro. En un intercambio de golpes retrocedí hasta el centro del ring y me calzó un recto a la pera que me sentó de culo. Me paré y me volvió a voltear con un zapallazo en la mandíbula. Me paré nuevamente y fui al clinch. Pero fue inútil, me empujó y cuando avancé para armarme me calzó un cross. Desperté en el vestuario, solo y con los guantes puestos. Al otro día me llamó por teléfono para darme la parte que supuestamente me correspondía. La acepté. Andaba corto y esa plata me venía bien. Me llamó al tiempo para meterme en otro circuito de peleas, me propuso un par de negocios, pero yo ya estaba metido en otra cosa, y tuve que decirle que no. Hubiese sido mi oportunidad de devolverle el favor, pero cuando se está en el día a día, arriesgándose, lamiéndole el culo al peligro, la moral se distorsiona y se pierden los pocos escrúpulos que uno tiene.
A veces me tocan laburos aburridos. Cuidar a alguno, servirle de escolta. Políticos entreverados en negocios sucios, empresarios mezclados en política. Se pasa mucho tiempo al pedo. Se fuma un montón, se toma demasiado café, a veces unas líneas. Yo por lo general siempre ando con un librito como para matar el aburrimiento. Es muy buena la paga y contadas veces hay que entrar en acción.
Estoy ahorrando para salirme de esto y ponerme un buen gimnasio, a todo trapo. Me gustaría volver a entrenar pibes con condiciones. Con eso sería feliz.
Anoche me volvió a llamar Torrencio, quiere que pase unos días en un country de Pilar, cuidando a la esposa de uno que va a estar de viaje. Mañana a la tardecita me pasan a buscar por Rivadavia y Jean Jaures. Siempre he sido precavido, tanto como ellos. Las esquinas en dónde me levantan nunca son las mismas. Sólo los bares se repiten, calculo que en los bares a plena luz del día y delante de gente anónima se sentirán a su placer, haciendo de las suyas sin que nadie lo note. Sólo me pueden contactar a un celular que uso únicamente para esto. Nadie sabe dónde vivo, o eso es al menos lo que creo. De la misma manera que obtienen todos los datos que necesitan de los tipos a los que tengo que apretar, del mismo modo podrían obtener datos míos. Seguro que más de una vez me han mandado a seguir. Vivo solo y no tengo a nadie. Es por eso que puedo hacer lo que hago. Y es por eso tal vez que se me contrata tan seguido. Hay como una seguridad en mi completa soledad. Es mejor para todos que no haya gente inocente mezclada. Estas cuestiones se arreglan casi siempre entre matones y tipos como yo. Un empresario le pide a su jefe de seguridad que contrate un matón para apretar a un político que no está a la altura de las circunstancias. Ese matón contratado va a hacer su trabajo y se las tiene que ver con el guardaespaldas del político. Y siempre es así. Ellos impolutos y nosotros unos contra otros. Son las reglas del juego. Y nadie se queja. Igual hablamos sin saber, porque raras veces tenemos datos ciertos de los que nos contratan e incluso de las víctimas. Se nos da carne podrida adrede, para que no existan conexiones que puedan implicarlos.
Cierto año me metí en un círculo de peleas clandestinas. Se movía mucha plata. A los peleadores sólo les pagaban si ganaban. Eso hacía que las peleas fueran en verdad batallas sangrientas en las que hasta el público participaba. Las apuestas eran muy altas. Había de todo: prestamistas, jugadores afiebrados que habían encontrado en esas luchas una vía de escape para dar rienda suelta a la patología que sufren, ex boxeadores que apostaban guiados por la experiencia que creían tener, empresarios que iban a ver las posibilidades de un negocio creciente.
Los organizadores mezclaban en el ring boxeo con lucha grecorromana; judo con kung-fu o Karate o Tae kwon do, boxeo tailandés con pelea callejera. Y a veces, cuando los retadores lo merecían, respetaban la paridad de disciplinas. Una noche tuve que enfrentarme con el Isleño Amenabar, un matarife oriundo del Tigre. Yo lo tenía sólo de nombre, en sus tiempos de federado era de mi misma categoría, pero había engordado unos diez quilos por encima de mi peso. Era un pegador potente, por lo que me tenía que cuidar de su derecha y entrarle con ganchos y jabs combinados. Las peleas no tenían referí ni campana. La contienda se terminaba cuando uno de los dos, si podía, pedía la toalla o caía a la lona.
Noté mucho miedo en su mirada, pero yo no era el causante de ese miedo, había algo que me excedía. Él era un peleador mucho más temible, pero en ese entonces yo estaba en buen estado. Las apuestas me habían propuesto como el favorito. Lo aventajaba cinco a uno.
Lo mantuve unos minutos a distancia, hasta que se acercó con un directo de derecha que marró. Le calcé dos ganchos seguidos en el riñón que lo dejaron sin aire. Lo tuve a mal traer durante un rato, hasta que se me vino encima y me trabó en clinch. Balbuceaba algo inentendible. Escupió el protector bucal y me dijo que me tirara, que íbamos cincuenta y cincuenta. Había apostado una gran suma a su favor, si no ganaba lo matarían. Me lo saqué de encima y lo marqué con la izquierda mientras ordenaba lo que me había dicho. Esas peleas estaban llenas de entuertos. Sabía que muchos de los boxeadores que peleaban y se enredaban en las apuestas terminaban en los obituarios con velatorio en la confederación. No estaba dispuesto a perder, necesitaba la plata que se me pagaría, y me dispuse a ganar la pelea. Avance, y lo retuve entre las cuerdas, le di en todos lados pero no caía. Lo tuve cerca del Ko más de tres veces, pero no logré voltearlo. Era duro. En un intercambio de golpes retrocedí hasta el centro del ring y me calzó un recto a la pera que me sentó de culo. Me paré y me volvió a voltear con un zapallazo en la mandíbula. Me paré nuevamente y fui al clinch. Pero fue inútil, me empujó y cuando avancé para armarme me calzó un cross. Desperté en el vestuario, solo y con los guantes puestos. Al otro día me llamó por teléfono para darme la parte que supuestamente me correspondía. La acepté. Andaba corto y esa plata me venía bien. Me llamó al tiempo para meterme en otro circuito de peleas, me propuso un par de negocios, pero yo ya estaba metido en otra cosa, y tuve que decirle que no. Hubiese sido mi oportunidad de devolverle el favor, pero cuando se está en el día a día, arriesgándose, lamiéndole el culo al peligro, la moral se distorsiona y se pierden los pocos escrúpulos que uno tiene.
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